Cuando los dioses mueran

Destellos magenta sobre fracturas de permafrost en Io. Es el título de mi última obra. Curioso, ¿verdad? Fue idea de Ilas Frandec, mi representante. Como a usted, a mí todavía no me acaba de convencer, pero él me repitió, una vez más, que me ocupara del arte que del negocio ya se encargaba él. Le hice caso, no me pregunte por qué. Siempre lo hacía. En aquel tiempo sólo me preocupaba crear y ese tipo de detalles, así como las rutinas contractuales derivadas de mi trabajo, eran responsabilidad de Ilas.
Si hubiera sabido que esa sería mi última psinfonía tal vez hubiera sido distinto. Pero, ¿quién podía anticipar algo así? Recuerdo ese maldito día como si fuera ayer. Al principio llegué a recrearlo en mi mente con todo lujo de detalles, en un inexplicable, entiendo ahora, ejercicio de autoflagelación mental. Lo dejé rápidamente. No tenía sentido torturarse de esa manera.
Claro que puedo explicarle cómo empezó todo. Estaba actuando en Luna Bay. El sudor me cubría, apelmazando mis cabellos, bañando mi cara, empapando mi túnica. La estancia permanecía en penumbra. El Organo Senso, situado en mitad de la sala, expandía y potenciaba la sinfonía de sentidos generada por mi mente, que llegaba a los asistentes en una sucesión codificada y engañosamente aleatoria de ondas alfa, beta y theta. Con los ojos fuertemente cerrados mantenía mi concentración, siguiendo las pautas de mi creación y explorando el estado mental de mi público.
En unos casos enfatizaba la sensación de soledad majestuosa del páramo virgen, en otros el frío despiadado que portaban las ráfagas de viento ululante, en algunos mimaba las extrañas policromías formadas por la luz al chocar contra las poliédricas montañas de hielo... ¿Sabe? En el fondo eso es lo que más me gustaba de mi trabajo. Para mi público, asistir a cualquiera de mis psinfonías siempre era una experiencia particular, no algo estandarizado propio de un programa sin alma. Incluso para alguien que haya participado en más de una representación de la misma obra seguro que la sensación varió cada vez. Lógico. Difícilmente su disposición mental, o la mía, será idéntica en dos momentos diferentes de tiempo. Mis creaciones son como un río: el agua que llevan jamás es la misma. La comunicación que fluye entre mi mente y la de mis espectadores se renueva en cada representación.
Disculpe si divago un poco. Situaciones como ésta me permiten recordar aquellos buenos momentos. Entiéndame, no es que me queje de mi estado actual. Ni mucho menos. Simplemente se trata de circunstancias imposibles de comparar. Pues bien, aquella fue una de mis mejores interpretaciones. Acabé agotado, como siempre. Apenas los últimos residuos de mi arte se extinguían lentamente en los cerebros de los presentes, cuando algunos de ellos se me acercaron. Con un leve roce de nuestros dedos me mostraron su mudo reconocimiento. Ese intercambio de energía final evitaba que me hundiera físicamente. Claro que luego necesitaría un día de reposo total para recuperarme de mi esfuerzo creativo.
Cuando salió el último espectador, o comulgante como solían calificarse los más adictos, hizo su aparición el director de escena. Era un espigado selenita, de piel tersa y huesos afilados, que vestía la toga esmeralda del clan Tong. Con voz metalizada por su sintetizador traqueal me dijo que Ilas quería contactar conmigo en persona. Aquello me sorprendió. Mi representante no había podido acompañarme en mi gira lunar y permanecía en Tierra. El enlace directo con el satélite era bastante caro. Conociendo su tacañería, propia de los administradores de la vieja escuela, debía tratarse de algo importante cuando prefería eso a limitarse a enviarme un mensaje.
Me senté cansinamente ante la pantalla. Ilas se removía inquieto a varios miles de kilómetros de distancia. En cuanto me vio carraspeó y se inclinó sobre su monitor, en un imposible intento de acercarse más a mí. Tras las típicas preguntas de compromiso pareció decidir que había llegado el momento de tocar el motivo real de su llamada. Si hubiese tenido familia habría pensado que alguno de ellos había sufrido una desgracia viendo el tic que dominaba su único ojo real y el tono trémulo de su voz. Sin embargo, iba a ser algo mucho peor.
Tengo malas noticias, me dijo. ComTrax acababa de anunciar la comercialización de un nuevo hardware cerebral. Admitía módulos de memoria mucho más potentes, entre ellos discos de psinfonía. Nunca olvidaré aquellas palabras. En mis extrañas pesadillas todavía resuenan en mi cabeza como un virus que amenazara con ocupar toda la memoria disponible.
No dijo nada más. No era necesario. Aquello significaba que mi arte prescindía de sus propios creadores, convirtiéndose en una experiencia individualizada al no necesitar al psinfonista que modelara, ordenara, incluso jugara con la combinación de ondas mentales que acaban conformando una psinfonía. Los chips de biosilicio volvían a desplazar al hombre. Hasta entonces eso no me había preocupado. Confiaba que ninguna máquina podría desbancar la sensibilidad y la empatía humana... pero me equivoqué. Seguramente las primeras versiones serían inferiores a nosotros, aunque era simplemente cuestión de tiempo y dinero que nos igualaran primero y luego nos superaran.
Contemplé mi rostro reflejado en el cuarzo líquido. Las arrugas de mi cara parecían acentuarse cruelmente y mis ojos parpadeaban como una sirena de emergencia. Orgulloso de las cicatrices que surcaban mi cara, producto de la tensión y concentración que exigía cada representación, señal inequívoca de mi pertenencia a ese exclusivo club de mentalistas, me daba cuenta de su nuevo significado. Era el aspecto de un joven avejentado prematuramente... y sin futuro. Si antes alguien nos hubiera ofrecido una reconstrucción quirúrgica, unos ojos de plástico o cualquier implante prohibido cualquiera de nosotros le hubiéramos dado la espalda o escupido en la cara. Era nuestra marca, nuestro orgullo. Ahora enseñaba descaradamente nuestra desaparición, vaticinaba el triste final de nuestro tiempo.
Mi cansancio se centuplicó. Me quedé en blanco, paralizado por las dudas que me asaltaban. Habíamos sido derrotados por un rival invencible. Minutos antes había degustado las mieles del triunfo, una ocasión más. Al reconocer que había sido por última vez y que el principio del fin se abalanzaba sobre mí me derrumbe. Gruesas lágrimas atravesaron mis mejillas maquilladas.
¿Cómo se sentiría si le arrebataran de repente todo aquello que para usted tiene significado en esta vida? Pues así me sentí entonces.


Nada volvió a ser lo mismo. Nunca. Cuando descubres que tu futuro tiene fecha de caducidad la percepción de las cosas, tus prioridades, cambian radicalmente.
Al principio el desánimo me atenazaba. Mis puestas en escena no eran mejores a las de cualquier alumno aventajado. Los comulgantes salían con una mezcla de tristeza y fatalismo, y el día que vi en unos ojos de vidrio un destello de conmiseración comprendí que yo era el culpable. No podía permitir que mi retirada se viera empañada por los estertores de un esteta amargado, incapaz de asumir los nuevos tiempos. Me iluminó una fuerza vivificadora. Decidí despedirme dando que hablar.
El cambio fue total. Mis representaciones eran las mejores que había realizado jamás. Sublimaba las esencias de mi arte, brillando irresistiblemente como una estrella antes de convertirse en nova. Mi nombre volvió a estar en boca de todos. Era el último paladín de la psinfonía, capaz de dignificar el papel humano ante la frialdad artificial. Sin embargo, la belleza, ese tipo de belleza eterea, no cotizaba en ninguna bolsa. Se trataba de una lucha sin sentido, perdida de antemano, tan poética como inútil.
La realidad así lo mostraba, aunque empecé a asumirlo al econtrar un brillo diferente en la mirada de mis espectadores. Salían radiantes, la energía que me transmitían era de una intensidad y colorido que nunca antes había experimentado. En el umbral de la sala se volvían y un reflejo de nostalgia veteaba sus pupilas. Se estaban despidiendo. ¡No lo entendía! ¿Una máquina, un programa iban a competir, siquiera superar la comunión gestáltica que se originaba entre el creador y su público? No sé qué pensará, pero yo sigo dudándolo. Siempre me negué a probar la novedad. Usted no cree que sean mejores que nosotros, ¿verdad?
Supongo que les venció la curiosidad, el encanto que siempre desprende lo novedoso. Nos derrotó la moda, igual que a los jovencísimos talentos idealizados por las masas y reverenciados como modelos a seguir, para caer en el olvido más absoluto cuando los vientos de la moda cambian de dirección y aupan a otros adolescentes perfectos según nuevos cánones. Pensaba que eso era normal tratándose de creaciones artificiales, estimuladas por expertos en márketing y cadenas de holo. ¿Pero nosotros? Artistas en el sentido más refinado de la palabra, escanciadores sensoriales, creadores de mundos imposibles, regalando siempre sueños. Nuestro terreno era el dominio de la imaginación, ajeno a cualquir otro artificio a excepción del Organo Senso, necesario para multiplicar nuestras capacidades y transmitir su resultado. Eramos unos soñadores y fuimos unos ilusos.
Nuestro público nos abandonó paulatinamente. Ilas sólo me conseguía actuaciones ante audiencias qe jamás podrían adquirir la innovación tecnológica que nos había desbancado. Recorrí las atestadas instalaciones mineras de la Antártida, los conglomerados industriales de Brazilia, las inmensas estepas ganaderas de Mongolia... tantos sitios. Lugares que ni tan siquiera hubieran servido como aprendizaje para un novato, se convirtieron de la noche a la mañana en nuestro último refugio. Aquello no duró mucho. Esas gentes no sabían o podían apreciar debidamente nuestras creaciones, con lo que la mayoría de nosotros acabamos abandonado esas giras sin sentido. Sé que pensará que soy un clasista al decir eso. Tal vez sea que nuestro nuestro arte es, o era, elitista. Entiéndame, si enfoca una linterna multicolor a la cara de un ciego éste podrá sentir el calor que desprende pero nunca apreciará las diferentes tonalidades de la luz. Sin predisposición, cierta sensibilidad y, sobre todo, esfuerzo por parte de los espectadores nuestro trabajo carece de significado. Posiblemente en suplir esa carencia, no tan infrecuente, residiera parte de la fuerza del nuevo invento.
Después de eso me ofrecieron amenizar convenciones y fiestas privadas, incluso alguna representación individual. Posiblemente, de no haber sido tan exigente, hubiera podido dedicarme a mi arte durante bastante tiempo. Pero no era lo mismo, como puede imaginarse. Sabía que me estaba engañando y la desesperanza volvió a atraparme. Ni aquellos grupos embrutecidos por la rutina o las drogas ni los selectos que sólo veían en mí un vestigio del pasado o una pieza de museo exclusiva conseguían motivarme. Me encontraba fuera de lugar, como un pájaro que intentara volar en gravedad cero. Llegó una época en la que me refugié en los neuroestimulantes. Me enganché al trascend, huyendo de la realidad, creando en mi mente historias imaginarias en las que vivía en un mundo perfecto porque todo giraba alrededor de mi arte perdido. Otra falsa solución.
Un día Ilas aterrizó en la azotea de mi apartamento. Dijo que un anónimo contratante me ofrecía una sustanciosa suma si aceptaba eliminar a cierta persona mediante los poderes amplificados de mi Organo Senso. ¿Sorprendido? Pues es algo posible modulando determinadas frecuencias subsónicas para alguien lo suficientemente hábil. Y yo lo era. Dudo incluso que la Policía del Pensamiento me hubiera descubierto. Pero ese no era el problema. Ya ve, ahora no me importa reconocer un encargo tan ruin. Lo que me preocupó entonces fue que cuando alguien se atrevía a proponerme algo así significaba que había caido en lo más bajo de mi profesión.
Ya era historia y en unas pocas semanas, sino días, nadie se acordaría de mí. Fue entonces cuando mi representante me propuso que me suicidara.


Cuando Ilas se marchó me quedé mucho tiempo pensando. Tal vez otra persona hubiera desechado de inmediato aquella idea. Borrón y cuenta nueva, y habría sentado las bases para iniciar una nueva vida. Pero no era tan fácil. Nunca lo es, al menos para alguien como yo. Por primera vez vez reflexioné seria y largamente sobre mi vida. Me di cuenta que no era normal. Entiéndame, con ello no quiero decir que fuera mejor que los demás; simplemente mi vida había sido algo especial y diferente a la de la mayoría debido a mi rara habilidad.
Comprendí que no había madurado. Por desgracia mi juventud no valía como excusa. Se trataba más bien de que yo mismo me había encerrado en el mundo de ilusiones que vendía a mis comulgantes. Desde niño había orientado mis pasos hacia la psinfonía y me había convertido en un artista de éxito. Eso me había liberado de las preocupaciones y responsabilidades habituales que todos debemos asumir; mis inquietudes se limitaban al esfuerzo creativo, las largas giras, las suites inadecuadas... problemas artificiales. Si antes había pensado que eso era una suerte, ahora veía que en realidad era una desgracia. Porque me inhabilitaba para integrarme como una persona normal en la sociedad. Era como si los efectos de una terraformación hubieran desgajado los hielos perpetuos de Io, dejándome aislado y navegando en un iceberg a la deriva.
Nunca antes había tomado grandes decisiones en mi vida y lo acusaba en ese momento de necesidad. ¿Qué hacer? Mi lado cobarde me empujaba a abandonar una presumible existencia dominada por el fracaso y los recuerdos desgarradores. Morir, a ser posible de una forma trágica, sería un último gesto artístico, un grito de rebeldía contra el sistema que me podía convertir en un mártir. Asimilado como un símbolo de mi generación, incluso de la humanidad contra el poder de los chips, mis obras vivirían siempre, reivindicando mi nombre.
Sin embargo, mi lado racional se oponía a tan drástica decisión. ¿De qué sirve la gloria si no puedes disfrutarla? Los recientes reveses me habían vuelto un tanto realista; alguien diría mejor pesimista. ¿Usted no? La fama no duraría siempre, por muy mártir que Ilas consiguiera venderme. Incluso él podía plantearlo por intereses particulares: resulta evidente que un muerto no cobra derechos por sus obras, y el dinero que ganaría él sería mucho si tenía éxito en sus planteamientos. Algo que yo no podría comprobar y en lo que, lógicamente, no habrían segundas oportunidades. Mi extinción significaba además el fin absoluto; no podría seguir creando, el verdadero motor de mi vida.
Un día me subí al borde de la terraza. El viento alborataba mis cabellos anaranjados mientras los cansinos rayos del atardecer apenas conseguían calentarme. Sería muy fácil dar un paso al vacío y caer. En unos pocos segundos la nada me tomaría en sus brazos y un poco más tarde un maldito ordenador me borraría de la lista de los contribuyentes. Adiós a los problemas. Así de sencillo. Tal vez algún antiguo admirador publicara una esquela en las pantallas de algún noticiero. Debon Dair, psinfonista, muerto a los veinticuatro años... enfermo de cobardía.
Ese pensamiento hizo que me bajara de la cornisa. No porque me importara ser recordado como un cobarde, algunas cosas no se pueden enmascarar por mucho que se maquillen. Me di cuenta que no podía abandonar. Las ideas bullían en mi mente. El ansia creativa era una droga que quemaba en mi sangre, era una enfernmedad que ulceraba mi carne, amenazaba con reducir a cenizas mis huesos. Conocía esos síntomas. Y tenía el antídoto. Liberar mi imaginación y dar salida a esa psinfonía que se debatía en mi mente. Sí, es la que está pensando: "Salmos desde un mundo olvidado", mi obra póstuma. El titulo es mío. ¿Que por qué no cambio el resto de títulos de mis obras si no me gustan? Ya no vale la pena. Todo el mundo las identifica por los nombres que les dio Ilas. A lo mejor no son tan malos.
En resumidas cuentas, esta es la breve balada de Debon Dair, mi historia. Lo que hizo que llegara a ser lo que soy ahora. El resto es de sobras conocido. Ha aparecido en multitud de programas publicitarios de holo y tridi financiados por mis benefactores. ComTrax no me iba a dar la inmortalidad a cambio de nada, ni siquiera aun cuando este fuera un experimento que no se sabía cómo acabaría. De momento está funcionando bien.
¿Si no me canso de explicar esta historia? Más adelante no lo sé, pero aún no. ¿Sabe? Usted es la entrada ciento cuarenta y nueve mil seiscientas veinticuatro y todos, sin excepción, me preguntaron lo mismo que usted. No contabilizo a los que han repetido contacto. Y entiendo perfectamente su curiosidad. A mí también me gustaría saber qué puede llevar a un hombre a abandonar su envoltorio corporal para vivir en la red. Además me permite comunicarme directamente con personas reales y eso es gratificante. El entendimiento con programas, hasta con alguna Inteligencia Artificial puede ser complicado, incluso impracticable... y en ocasiones hasta peligroso.
No, no me siento especialmente solo. Aparte de todos los que, como usted, vienen a visitarme, tengo un campo casi infinito de exploración. Me gustaría poder explicarle o, al menos, hacerle entender todo lo que descubro y aprendo pero me es imposible. Piense en un sexto sentido que le permite ver lo oculto para el común de los mortales y además potencia los otros cinco. Actualmente soy incapaz de encontrar palabras que lo describan. Es... como pretender traducir un jeroglífico de una civilización desconocida. Algún día descifraremos sus códigos, hallaremos su lógica, pero ese día está aún por llegar. Soy un simple pionero y desconozco hasta dónde arribaré.
Tampoco puedo responder sobre el sistema empleado por ComTrax. Es propiedad de dicha corporación y un secreto de gran valor. Y aunque quisiera, esos galimatías técnicos son incomprensibles para mí. Lo importante es que me ha dado una nueva vida, tanto a mí como a mi arte.
Sé que la gente prefiere perpetuarse a través de clones, comprando cuerpos, hibernándose, refugiándose en tanques nutrientes, regenerándose mediante caros trasplantes o tratamientos médicos. Siempre el cuerpo; somos una raza esclava de la imagen, de nuestro aspecto. Vivimos representando apariencias, aparentando muchas veces lo que no somos realmente, ahora lo entiendo. Supongo que algún día eso cambiará y unos pocos se atreverán a seguir mis pasos. La redencarnación no es la panacea de la inmortalidad, entiéndame. Nadie sabe cuánto viviré así. ¿Una década más, veré las dos próximas generaciones o resistiré hasta que mueran los dioses? Supongo que con el tiempo la ciencia se superará y conseguirá algo parecido a la inmortalidad.
Supongo que ahora que me conoce un poco mejor querrá disfrutar de cualquiera de mis psinfonías, cortesía de ComTrax. Y espero que vuelva a contactar conmigo. ¿Cuál desea elegir? Destellos magenta sobre fracturas de permafrost en Io, Volando por las tierras ignotas de los atlantes, Leyendas perdidas de los viajes estelares del Capitán Sin Nombre...

3 opinantes:

Jobove - Reus dijo...

buff, el que te lo lea esta enfermo !!!

filosofoenparo dijo...

No crea. Las prosas cybertpunk del Sr. manu tiene sus lectores (o lector al menos)...

Anónimo dijo...

Gracias, Lluís! Siendo así, seguiré sacando en el blog algunos de mis relatos ;-)