Los amantes de la Santa Muerte (I)

El griterío de un grupo de hombres, arracimados en torno a una cubeta helada, ensordece la música discotequera que trona en el club Sherezade. Una chica se pavonea con gestos procaces encima del escenario. Seis botellas de cerveza flotan en un balde metálico, olvidadas momentáneamente, mientras sus dueños pugnan por meter unos billetes en el tanga de la bailarina. Unas mesas más atrás, dos chicos observan la escena. Uno de ellos, el más joven, con aspecto compungido.

—¡Pelos! ¡Pelos! —vocean los enardecidos. Reclaman a la cabaretera que se quite el exiguo trozo de tela que oculta su sexo y concluya el estriptís.

—Un día ella será sólo mía. La apartaré de las garras de esos pervertidos. Lo juro. Layda lo sabe —silabea con rabia Darío Arapiles, los puños cerrados, la cara barbilampiña encedida por la furia mientras contempla embelesado a la bailarina.

—¿Qué sabe ella? ¿Tus vanas esperanzas? ¿Tus sueños de loco? —le recrimina su compadre Omar Ucelay.

—Le he prometido que la sacaré de esta cueva, que un día estaremos juntos para siempre —mira fijamente a Omar—. Si estuvieras enamorado lo entenderías.

—No te digo que no —le concede diplomáticamente—. Pero también te digo que yo nunca le prometería algo que no puedo cumplir. Es un mal bisnes. Hazme caso.

-Yo no hablo en balde. Pronto lo verás.

—Ella no te va a traer nada bueno, bróder. Más te valdría olvidarla. Te juegas el cuello al estar aquí. Lo sabes, ¿sí? —Omar baja la voz, como si temiera que les oyesen—. El Yaragüé te prohibió la entrada.

—Todo lo que merece la pena en esta vida tiene un precio.

Una nueva encueratriz entra en escena y empieza a contonearse alrededor de la barra metálica, que está en el centro del escenario. Aullidos renovados saludan lo provocador de sus movimientos cuando frota su sexo contra la barra. La bailarina anterior, ya olvidada por los parroquianos, saca los billetes arrugados de la braguita y se encamina hacia el mostrador, vacío de clientes porque todos se arraciman en torno al escenario.

—Voy con Layda —Darío se levanta.

—Allá tú. Ten cuidado —Omar se encoge, como temiendo lo que pueda suceder.

El galán despechado avanza por el local. Mira de reojo. Sabe que las advertencias de su amigo se basan en amenazas reales. Confía que entre las sombras del club el asalto a su enamorada pase desapercibido.

Layda, con un chal sobre los hombros que tapa sus pequeños pechos, le ve llegar. Deja un vaso alto, empañado por el hielo, en el mármol.

—No puedo más, Darío —solloza en silencio. Con la yema de los dedos se seca los ojos para evitar que las lágrimas agrieten la máscara de maquillaje que esconde su extrema juventud—. Si esto dura mucho más tiempo me mataré.

—¡No digas eso! —él mira a su alrededor. Al no descubrir a nadie de la banda del Yaragüé la toma de las manos. Las acaricia con dulzura—. Ten paciencia, por favor. Estoy ahorrando y...

—¿Cuánto tienes que ahuchar para comprar mi libertad al cerdo del Yaragüé? ¿Cinco, diez años? —Layda aparta las manos de Darío como si hubiera recibido una descarga eléctrica—. Eres un crío, ¿no te das cuenta? —menea la cabeza—. Olvídame, búscate a otra y sé feliz —un camarero le hace una señal con la barbilla—. Me esperan. Una actuación privada. Si no tienes ni para pagar eso, ¿cómo aspiras a liberarme? —resopla decepcionada y se va.

Darío se levanta tras ella, sin saber qué decir, las manos caídas en los costados, derrotado por las crudas verdades de la chica. Layda se pierde en los camerinos. El acceso, una puerta velada por un biombo con motivos florales, está custodiado por un forzudo de complexión simiesca.

A Darío ya no le queda nada por hacer aquí. Mira hacia el lugar donde se sentaba antes. Omar ha desaparecido. Decide seguir su ejemplo.

Cerca de la salida oye como le chistan a su espalda. El joven continúa imperturbable, como si no fuera con él.

Dos pistoleros del Yaragüé flanquean a Darío ante la puerta, sin dejarle pasar.

—Vaya, vaya... Compa, mira quién nos visita hoy —el matón más alto, Liborio Vargas, lugarteniente del Yaragüé, embutido en una chaqueta de piel de serpiente sintética, se planta ante Darío—. El chamaquito que bebe los vientos por Layda. ¿Qué te traes por aquí? No tienes ni edad pa’entrar aquí.

—El jefe te dijo que te apartaras de ella —su compañero, el Guachinango, amonesta a Darío. La camiseta de tirantes permite ver su pecho desnudo, donde destaca un tatuaje escrito con letras góticas. En la línea de arriba dice: Perdóname madre; en la de abajo, por mi mala vida—. Tu mamasita es para hombres de verdad, como aquí mi bróder y yo. Hombres que sepan cabalgarla —se lleva las manos a las partes y empieza a jadear como un perro encelado—. Tú no vales ni media cuchara, floripondio —le saca la lengua a modo de burla.

Darío masculla una maldición. No va a tolerar insultos sobre su hombría.

—Chinga tu madre —todo el odio del adolescente se concentra en ese insulto.

—¡Chin chin! —Liborio hace el signo de los cuernos con los dedos para revertir el insulto—. Tu mamá debió haberte lavado la boca con jabón antes de salir de casa. Ahora me has enfadado las bolas.

—Pues tendremos que desapendejarlo a chingadazos. ¿Qué te parece, Liborio? —le ofrece el Guachinango. Los dos avanzan hacia el joven.

Las risas lobunas de los pistoleros son demasiado para la paciencia de Darío. Echa mano de la navaja que guarda en el cinto. Los matones se abalanzan sobre él. Una mano peluda le agarra de la muñeca y aprieta hasta que suelta la faca, mientras que otro puño descarga un latigazo en el rostro del joven, arrojándolo contra la pared. El dolor de ese golpe enmascara el calvario de los siguientes.

—Espero que este masaje aplaque tu temperamento, chamaco —advierte el lugarteniente del Yaragüé a Darío, tirado en el suelo en posición fetal.

—Como vuelvas a rondar a Layda te dañaremos de verdad. Con el Yaragüé no se chotea.



Darío está tumbado en la cama. Gime en voz baja, no tanto por el dolor como por la vergüenza de la humillación sufrida. Tiene la mirada perdida en la ventana abierta. La brisa mece la cortina. El balanceo de la tela le recuerda el último baile de fin de curso con Layda, el perfume de su piel juvenil contra su cuerpo.

Doña Lupe, la madre de Darío, entra en la recámara acompañada por Omar. Viene a visitar a su amigo malherido, tanto en el cuerpo como en el orgullo.

—¡Ay, ay! ¡Pobre hijo mío! ¡Vaya golpiza le han dado! —Doña Lupe se sienta al lado de la cama y le pasa con cuidado una esponja húmeda por el torso. Él suspira y se muerde los labios. Tiene dos costillas rotas—. Lo que necesitamos aquí es un desastre natural. Otro terremoto que destruya a tanto hampón y limpie cuadras y cuadras de podedumbre —desea la mujer con inquina.

—Juegas con fuego, Darío —le alecciona Omar—. Asume que no puedes comprarla. Sí puedes, en cambio, pagar por un acostón con ella. Confórmate con un rato de amor, al menos de momento.

-A ver si le haces entrar en razón, Omar. Tú la conoces tan bien como mi hijo. Él perdió la objetividad con Layda. La tiene idealizada, arriba de un pedestal —la mujer se levanta con un suspiro lastimero—. Os prepararé un café de olla.

—¡No! Eso no es amor, bróder —expone Darío con rabia—. Pagar por subir a su habitación no tiene ningún mérito. Cualquiera con dinero puede hacerlo. Yo la quiero —enfatiza la última palabra.

—El deseo es como el fuego: ilumina tu vida, pero también la consume. Esa mujer te está envenenando el alma. No te conviene —aconseja Omar. Darío niega con la cabeza. No piensa ceder—. Si te matan, tu amor no le servirá de nada.

—Sin ella mi vida no tiene sentido —la fiebre brilla en sus ojos y le da el aspecto enloquecido de un iluminado.

—No digas cantinfladas. Esa declaración es más propia de una telenovela que de un macho —le reprende Omar.

—¡O estoy con ella o no quiero vivir! —insiste Darío, obcecado.

—A pesar de los pesares, de las costras de pena que se nos pegan a la piel como la suciedad, la vida merece ser vivida. Te lo digo yo, que pa’eso soy mayor que tú y tengo más camino recorrido.

A través de la ventana se cuelan los ecos de una radio. Suena una cumbia de la banda Mil Puñaladas:

Hay golpes en la vida tan fuertes,
golpes como del odio de Dios,
como si ante ellos la resaca de todo
lo sufrido se empozara en el alma.

—Dígale algo, doña Lupe —Omar se gira hacia la madre, que entra con una bandeja en la que reposan tres tazas humeantes—. No atiende a razones.

—¡Ay, mi niño! Sólo tienes dieciséis años. Abre los ojos...

—¿Niño, madre? Pronto cumpliré diecisiete.

—Eres un adolescente, nomás. Olvida tus quijotadas.

—Pues este niño es quien mantiene a esta familia, se lo recuerdo —protesta enfurruñado.

—Acabará tan mal como su padre —solloza ella, girándose hacia Omar en busca de apoyo—. ¿Qué será entonces de tu hermana y de mí?

—Yo soy el hombre de la familia. Te prometo que saldremos adelante.

—Olvida a esa chiquilla. Layda Calderón es una perdida. Era una cusca antes de que sus padres la vendieran al Yaragüé para saldar sus deudas —doña Lupe sigue echando los perros contra la honra de la amada de su hijo—. Lo era cuando tonteabais en la escuela. Nuestra familia también lo ha pasado mal y no vendimos a tu hermana a un caifán para que la explotara, como hicieron ellos.

—No me tire de la lengua, madre —Darío frunce los labios con fuerza, como si intentara contener un alud de palabras sucias y dolorosas que le queman en la boca.

Su amigo calla. Le mira con tristeza. Deposita una estampa encima de la mesita de noche situada al lado de la cama. Bajo la imagen masculina en colores pastel se lee, en letra redonda de cuaderno de caligrafía: Mil gracias le doy a Dios y a Malverde por los favores resibidos.

—Pídele ayuda a San Jesús Malverde. Es el patrón de los desamparados. Te ayudará —intenta animarle—. He traído un poco de marihuana. Saca también algo de ron para hacerle una ofrenda.

-Con la honradez sólo he conseguido licenciarme en fracaso. En esta colonia sólo prosperan los ladrones, los traficantes, las meretrices, los pandilleros. Los demás somos unos pelados que cada vez nos hundimos más en la miseria —su madre asiente con la cabeza mientras acaricia una cruz de Caravaca dorada que le cuelga del cuello—. Soy una persona muy golpeada por la suerte, pero eso va a cambiar, mi cuate. Se acabó poner la otra mejilla —Darío se incorpora en la cama con un gemido.

La efigie de la estampa, el rostro cetrino de un galán, cruce de Pedro Infante y Jorge Negrete, parece arrugar el ceño ante su descreimiento y poca fe en él.

—Reza a Valverde, hijo. Rézale —la mujer junta las manos y empieza a orar entre bisbiseos—. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada...

—Te reconfortará —le secunda Omar.

-Yo no quiero consuelo. Quiero venganza. Quiero lo que me pertenece.



En las bastas escaleras de piedra que conducen al templo, una reliquia de los tiempos de la Conquista, varios hombres malcarados juegan a cartas y se pasan una botella de pulque. Sin mucho interés ofrecen gallos, confinados en jaulas de bambú, para hacer sacrificios. A su lado, una mujerona entrega boletos de apuestas para las peleas de gallos en el palenque cercano. Un poco más retirados del portón, otro grupo trapichea con drogas, mientras un niño sujeta con grave esfuerzo las correas de dos mastines con collares de púas. Los canes babean sin cesar y ladran a todo el que intenta acercarse a los traficantes. Unos pasos más allá, un chico acuclillado vomita contra la pared de la iglesia.

Darío entra en el templo de Buenos Aires con paso decidido. Es la primera vez que lo visita, pero tiene claro lo que necesita. La iglesia es una nave rectangular de ventanas minúsculas, iluminada por las velas que coronan enormes ruedas de carro colgadas del techo a modo de lámparas. El suelo está tapizado de cabos de cera humeantes y hojas de pino.

La primera impresión que se recibe al entrar es la del olor a copal quemado. A la derecha se encuentra una pared llena de exvotos. Una anciana coloca un cohete de juguete en una mesa abarrotada de presentes de los fieles por los favores recibidos de la Santísima Muerte.

—¿También vienes a agradecer a la Señora por haber conseguido la visa para emigrar a Titán, la nueva tierra de promisión? —resuena una voz grave a espaldas de Darío, que se gira rápidamente.

—¿A ese pedrusco espacial? No. Nunca seré uno de esos titanes. Los titanes... suena a uno de esos equipos escolares de beisbol —muestra una media sonrisa—. Allí van los potentados, los listos, la gente que tiene un futuro por delante. Los pelados como yo no tenemos sitio allí... y aquí, a duras penas —menea la cabeza.

—Si eso piensas de ti, ¿a qué vienes a la casa de la Santa Muerte?

—Porque ahorita mi futuro cambiará. A madrazos, de ser necesario —aclara—. He venido a ganarme el favor de la Santísima Muerte.

—Hay muchos integristas católicos del Frente Guadalupano que nos la tienen jurada. No te he visto antes aquí —desconfía el cuarentón cuellicorto enfundado en una túnica blanca con ribetes dorados. Más de una vez ambas confesiones han resuelto sus diferencias ecuménicas a tiros y el hombre recela de los desconocidos.

-No es mi onda. Vengo en busca de soluciones, no de más problemas.

—Okey. Soy Elpidio Montalbán, ministro del templo —le tiende la mano.

—Darío Arapiles Nepomuceno, a su servicio —el joven se la estrecha.

—¿Por qué quieres adorar a la Santa Muerte?

—¿Esto es un examen? ¿Acaso no existe la libertad de culto? —Darío está a la defensiva. Elpidio alza una mano pidiéndole calma—. ¿Por qué está usted aquí?

—Tranquilo, bróder. ¡No te enchiles! Aquí no juzgamos a nadie —el joven recupera la calma—. Yo sirvo a la Santa Muerte porque siendo pandillero me salvó de una balacera en la que me comí cinco plomos. ¿Quieres que te enseñe las cicatrices? —hace ademán de abrirse la túnica.

—Okey, okey —Darío da por buena la explicación—. Vine porque tengo entendido que se puede pedir a la Santa joder a cualquiera, ¿sí?

—Quieres revancha —Elpidio afirma más que pregunta.

—Me vale madre como lo llame. ¿La Santa Muerte me ayudará?

—También sabrás que como da, la Señora quita. Ella sólo se ayuda a sí misma. Tú puedes complacerla. Entonces podría concederte sus favores. Depende de ti.

—Voy a matar al Yaragüé —Darío escupe las palabras. Elpidio no muestra el menor signo de sorpresa ante esa macabra declaración de intenciones.

—El perro quiere morder al león —bromea.

—Voy a matar al Yaragüé —insiste tozudamente Darío.

—¿Tú solo, muchacho? —ironiza el chamán.

—¿Conoce a otros que compartan la misma intención?

—Tal vez... En esta colonia a todos nos aguarda una bala con nuestro nombre. Depende de nuestra habilidad librarnos de ese fatal destino. Pero tú tienes prisa por recibir ese balazo y perder la vida.

—Poco tengo que perder, pues. Mi vida no vale nada, no en las condiciones actuales. Necesito la ayuda de la Santa para cambiar mi destino —Elpidio permanece impasible—. Ofrendaré el corazón del Yaragüé a la Niña Blanca —le ofrece.

—Ojalá fuera tan sencillo —intenta desanimarle, pero ahora es Darío quien no cede—. La Señora es celosa de sus hijos. Una vez entres bajo su custodia serás suyo para siempre.

—Lo acepto como bueno si consigo liberar a Layda y llevarla a mi lado.

—¡Ah! Un asunto amoroso. Te encadenarás a esa mujer —una sonrisa torcida cruza su cara—. Allá tú. Las cadenas de la Niña Blanca no son menos pesadas...

—Me entrego a Ella libremente.

—Sea, pues. Debes hacer algún regalo para que Ella te acepte. También tienes que recitar las oraciones.

Le acompaña hasta un altar con nueve imágenes distintas de la Santa Muerte, esqueletos sonrientes flanqueados a la derecha por una imagen de Satán con unos atributos masculinos exagerados para el pequeño tamaño de la efigie. Detrás, un figura enlutada de pies a cabeza, muy parecida a Darth Vader, sodomiza a una muñeca Barbie. A la izquierda, el muñeco de un musculoso guerrero de lucha libre pisotea a un San Juan de escayola. Ante ese retablo, Elpidio Montalbán señala con un dedo nervudo a un cuadro bordado en punto de cruz.

—En primer lugar lee la oración del cuadro. Llena el hueco con el nombre de tu enemigo.

—Jesucristo vencedor, que en la cruz fuiste vencido, vence a... —Darío traga saliva—, vence al Yaragüé, que esté vencido conmigo.



En lo alto de una loma, una moto con dos pasajeros espera a la sombra de varios ahuehuetes cubiertos de musgo verdoso. Desde allí arriba se controlan el valle y las laderas, raleadas por las cabañas de los paracaidistas, inmigrantes que llegaron a la capital con una mano delante y otra detrás, y que construyeron sus nuevos hogares con uralita, plástico y cartones. En verano, ese poblado ilegal es un laberinto de calles polvorientas; en invierno, un lodazal; sin alcantarillado, sin alumbrado. Una colonia de desheredados. Otra más.

El piloto, con gafas de sol, observa a través de unos prismáticos del Ejército. La manga corta deja al descubierto sus brazos arponeados. Detrás, Darío aguarda en silencio, sin perder de detalle de los alrededores, no sea que les descubran y desbaraten sus planes. Cerca de ellos caen pequeños meteoritos de carne y plumas en breves intervalos de tiempo. Una bandada de palomas les sobrevuela y algunas sucumben por los altos niveles de contaminación en el aire.

Tras varios minutos de guardia, el motorista ve salir de un restaurante a un guardaespaldas. El tipo otea la calle en busca de peligros.

—Atento —advierte a Darío.

El joven saca una medalla de María Auxiliadora de debajo de la camisa y la besa mientras ruega en silencio que le afine la puntería. Entona a medio voz una invocación de poder dirigida contra el Yaragüé.

—Tu pensamiento yo lo domino, tu mente sujeta está por el influjo de la Santísima Muerte —palmea el hombro del piloto.

El motorista, con chaparreras en las piernas para no quemarse con el tubo de escape o clavarse los estribos en caso de caída, da una patada a la palanca y el motor ronronea. Empieza a dar gas. La motocicleta suena como un toro que piafa antes de embestir. Por fin suelta el freno y avanzan lentamente.

Darío ve salir al Yaragüé del restaurante. El viento arrastra hacia él los efluvios mezclados del pachulí Siete Machos que perfuman a los matones, de su aliento alcoholizado y del aceite refrito que se escurre por el tubo de ventilación de la cantina entre humo negruzco. Arruga la nariz y saca la Uzi de debajo de la cazadora con los colores del Cruz Azul, el club de sus amores.

Se siente muy tranquilo. Está bajo los efectos de la rochita, un calmante fortísimo que se receta a enfermos terminales. Esa laxitud aletarga la conciencia, permite asesinar sin apenas remordimientos, evita que un titubeo de última hora te convierta en víctima en vez de en verdugo. Con una sonrisa de satisfacción en la cara, Darío parece un niño que se dispone a recoger los regalos de Navidad.

A veinte metros del local el motorista acelera la marcha.

Las miradas de Darío y del Yaragüé se cruzan por un instante. El mafioso cree intuir algo en la sonrisa y en los ojos de Darío porque hace ademán de desplazarse hacia un lado. El joven levanta el arma y abre fuego. Los primeros en caer son Liborio Vargas y el Guachinango. Los demás se desploman a continuación.

El motorista se detiene con un frenazo cincuenta metros después de la puerta del local.

—Pega la vuelta. ¡Pega la vuelta! —ordena Darío al piloto mientras cambia el cargador de la pistola ametralladora.

—¡Quieres que nos maten, güevón!

—¡Dame chance, güey! Quiero asegurarme.

El motorista abre el puño de gas y bloquea el freno delantero. La moto derrapa con un chirrido del neumático trasero, que entre humo deja parte de la goma en el asfalto, y da media vuelta, levantando ligeramente la rueda.

Los curiosos y la gente del Yaragüé que asoman por la puerta del restaurante reciben la segunda salva de Darío. Una cristalera del local salta echa pedazos. La moto huye a toda velocidad por la cuesta.

—¡Métele fierro! —urge Darío al motorista—. Misión cumplida.




Emboscado en la penumbra de la cantina El Defecal, Simael Gárate, hombre de confianza de don Seíto Quiroga, jefe de la mara Dos Erres, saca un sobre amarillo. Lo coloca sobre la mesa de madera, húmeda por la bebida derramada, y lo empuja hasta Darío. Éste entreabre el sobre, comprueba la billetada con un vistazo, y lo vuelve a dejar sobre la mesa, a su lado. Comen en silencio unos platillos de pozole rojo de Jalisco y molotes regados con unas cervezas Bohemia. Aguardan nuevas instrucciones de don Seíto.

Un timbrazo brota de las ropas de Simael. Se palpa la chaqueta y saca un videófono.

—¿Quíubole? —silencio mientras contempla absorto la cámara—. Ajá. Ajá —un silencio más prolongado—. Okey —cierra el aparato y dirige una mirada sombría a Darío—. Me acaban de confirmar que el Yaragüé está en el hospital... vivo. Le han amputado un brazo. Permanece grave, pero saldrá de esta.

—¿Cómo? —todavía bajo los efectos de la rochita, Darío cree no haber entendido bien—. ¿Vivo? No puede ser —niega exageradamente con la cabeza mientras apura una botella de cerveza.

—Apuntaste mal o debió escudarse tras un guardaespaldas cuando te vio llegar. Qué importa ya. Presta pa’cá la plata —solicita con la mano extendida hacia Darío.

—Me la he ganado. Volveré a por él —concluye el joven con voz pastosa, una mano reposando encima del sobre en disputa. Inicia el ademán de levantarse.

—Espérate —le ordena Simael—. Eso lo decidirá don Seíto.

—¡No acepto órdenes de un recadero como tú! Voy a cazar a ese puto —Darío se levanta bruscamente. El otro le coge del brazo para detenerlo.

—¡Pinche güey! En este momento es más fácil que se fundan antes las nieves del Popocatepl que acercarse al Yaragüé. Esto se ha ido a la fregada por tu culpa. Se suponía que tú lo liquidabas y nosotros nos hacíamos con su territorio. Ahora esperarás a lo que diga don Seíto antes de iniciar nada.

—¿Y si no qué? Yo no estoy a sueldo de él como vosotros.

Darío se revuelve y se deshace de la presa que le agarra del brazo. La silla que ocupaba cae hacia atrás y retumba al golpear el suelo. Desde una mesa cercana tres tipos de la mara Dos Erres no pierden detalle de la discusión entre su jefe y el joven pistolero. Se levantan lentamente.

—¡Okey, okey! —Darío se lo piensa mejor. Sabe que no podrá librarse de tantos enemigos allí dentro—. Lo dejaré tranquilo hasta nueva orden. Me marcho a dormir.

El matón frunce el ceño y le contempla desafiante. No le convencen las palabras hueras del joven. En el entrecejo arrugado de Simael destaca la escarificación de un crucifijo invertido. Una vena palpita en su sien. Darío se quita la camisa y la arroja al suelo. Su pecho está ocupado por un enorme tatuaje de un esqueleto sonriente. Se muestra como un elegido de la Santa Muerte.


Con las palmas de las manos, el joven acaricia las cachas de nácar de dos revólveres encajados bajo el cinturón del pantalón. Se gira para no quedarse de espaldas a los matones, que los observan en silencio. Finalmente Simael se aparta. Un tic baila en su ojo izquierdo. Sabe que la locura asesina del joven le hace imprevisible. Eso le inquieta.

—Aquí no —ordena a los otros tres gatilleros. Están en territorio neutral, donde las armas descansan. Con un leve movimiento de cabeza les indica la puerta. Irán a por Darío fuera de la cantina.

Una corista canta en el escenario con voz arenosa. Todos los parroquianos se concentran en ella. Nadie quiere saber nada de los asuntos que se llevan aquellos cinco pistoleros. Es como si se hubieran vuelto invisibles de repente.

Me buscan por chacalosa, soy hija de un traficante.

Conozco bien las movidas, me crié entre la mafia grande.

De la mejor mercancía me enseñó a vender mi padre.

Corro el negocio completo, tengo siembras en Jalisco,

laboratorio en Sonora, distribuidores al brinco.

Mis manos no tocan nada, mi triunfo se mira limpio.

Darío recoge el sobre de la mesa y se lo guarda. Antes de salir del local observa las miradas de refilón y los susurros de los hombres de la Dos Erres. No les da la espalda por si acaso. Echa una ojeada a los billetes. Saca unos cuantos. Llama a un crío que remolonea por el local, a la espera de algún recado que le permita ganar unas monedas.
—Miguelín, aquí —chasquea los dedos.

—Dime, Darío —el niño, de unos diez años, le mira con ansiedad, como un perro de caza en cuanto huele a una presa. Darío lo empuja hacia un aparte.

—Ten, chamaquito. Entrega este sobre a mi mamá. Procura que no te vean llegar. Dile que... dile que salgo de viaje un tiempo.

—¿Tienes algo pa´mis aguas? —solicita el crío.

—Esto para ti —le da un billete de diez pesos. El crío se lo queda mirando, inmóvil, con los dedos engarfiados en torno al papel moneda. Darío rebusca en sus bolsillos hasta encontrar una rochita—. Okey, ten. Venga, ¡corre!

—Gracias. Voy pa’llá.

Darío se detiene en el umbral de la puerta. Quiere regalar cierta ventaja a Miguelín. Los de la mara Dos Erres le observan cada vez más nerviosos. Empiezan a avanzar hacia él, decididos. Con un gesto que intenta ser disimulado pero lo suficientemente visible, empuña una pistola y guarda la mano dentro del bolsillo derecho de su gabardina de papel de estraza. Eso detiene a sus perseguidores por un momento.

Darío les muestra el dedo corazón y sale a la carrera. Se pierde entre las callejuelas, con el recuerdo en las retinas de la sonrisa quebrada de Simael. El matón respondió su gesto hostil pasándose el pulgar izquierdo por el cuello a la vez que le apuntaba con el índice derecho como si le disparara.


(continuará...)

6 opinantes:

Anónimo dijo...

Se agradecerán las críticas. Podéis machacarme tranquilamente, tengo la piel muy dura ;-)

Si no le interesa a nadie no os molestaré con el final. Si a alguien le interesa cómo acaba este viernes, D.M., la segunda y refinitiva parte.

Anónimo dijo...

hombre, en el trabajo estos tochos no se pueden leer,pero ahora que en casa ya he leido la primera parte no nos dejes colgados...:-)

Anónimo dijo...

Tomo nota ;-)

Cristina dijo...

Ô-ô, cuando tenga tiempo prometo echar un vistazo...

Anónimo dijo...

Gracias, Cristina.

Anónimo dijo...

hey muy buena historia ya quisiera leer el final me llamo carlos y soy de tijuana y te felicito por esta historia