La venganza de Cárdenas Mulegé

A veces las cosas no son lo que parecen. Eso lo debes saber mejor que la mayoría de la gente. Es difícil aceptar que lo que un día es bueno, seguro, incluso casi indestructible, de la noche a la mañana caiga como un castillo de naipes a­rrastrado por una ráfaga de viento. Creíste que nadie se atre­vería a bucear hasta tu nivel y emponzoñarlo, ensuciarlo con tan malévola ruindad. Pero te equivocas­te.
De por sí eso ya fue un grave problema. Peor fue que no quisieras aceptar la nueva situación. Cuando tienes cierta categoría, un estatus social, duele comprobar que tus conti­nuos esfuer­zos han sido en vano, que debes comenzar de cero. Como un ángel caído, con las alas rotas, obligado a apren­der a vo­lar nuevamente, abandonado por los demás. Una humillación difí­cil­men­te soporta­ble: unos se hunden y tardan más o menos en salir del pozo, otros se lo toman como un reto para in­ten­tar rehace­rse rápidamente. Sólo algunos deciden romper con todo y tomar un camino desvia­do y tortuoso.
Como responsable de Seguridad y Control de Onomática las cosas te marchaban bien. Todo es mejorable, pero en justicia no podías quejarte. Despacho en la vigésimoquinta planta, va­ri­as secret­ari­as a tu servicio, con el respeto de tus subor­dinados y la aprobación de tus super­io­res. Tenías perspec­ti­vas de futuro. Un día, un aciago día para ti, algu­ien con­si­guió burlar las defensas que habías dispues­to en torno a las bases de datos de la corporación. Piratearon el diseño ul­tra­secreto SensoMind. Robaron tu brillante futuro.
Millones invertidos en el futuro producto estrella de Onomática, el proyecto que sanearía la maltrecha economía de la corporación, devaluados por el robo de información. La competencia con­sig­uió sacar un material parecido antes que vosotros pudiér­ais reaccionar. Fuiste el primero en caer, no podía ser de otra manera.
Tu vida de ensueño saltó por los aires y un alud de pro­ble­mas amenazó con aplastarte. Incapaz de sopor­tar la ten­si­ón, las dudas, aquella irritante sensación de culpabili­dad, poco a poco te apartaste de los demás. Si pro­fesional­mente te con­virtieron en un fracasado, personal­men­te adopta­ste la pos­tura de un paria. Únicamente quedaba el odio: un sentimi­ento ciego e irracional que latía en tus sienes como una min­úscula mirí­ada de tambores llamando a la guer­ra, que cubría tus ojos con un velo sanguinolento, distorsionando la realidad. Una pa­labra, una idea se convirtió en la pie­dra ba­sal de tu pen­sa­mi­ento: ven­ganza. Tu agresividad personal y profes­ional la re­condu­cis­te hacia aquel nuevo obje­tivo. Tal vez yo hubie­ra reac­cion­ado de igual forma en tu caso.
Contadas personas tenían capacidad y medios suficientes para dar un golpe de tal magnitud. Traspasar el hielo defen­sivo, los programas antivirus y las rutinas de vigilancia, obviando además el cebo que habías dispuesto no estaba al alcance de cualquiera. Inicialmente pensaste en alguien del Consejo Di­recti­vo, pero lo desechaste pues sólo el Pre­sidente y tú conocíais el sistema completo de claves. Aquel era el ac­cio­nista mayo­ri­tario, y el sabotaje produjo una fue­rte caí­da en la cotización de Onomáti­ca. Cada con­seje­ro conocía una parte de las claves y, con las luchas inter­nas entre los di­ver­sos grupos de pod­er, era prácti­camen­te imposi­ble que se pusi­eran de acuerdo para con­seguir libre acceso al sistema. Entonces iniciaste la bús­que­da en el sub­mundo de los hackers, los bu­zos que se su­mer­gen sin des­canso en la Red, los contra­b­andis­tas de in­for­ma­ción que pira­tean datos, ya sea por un precio o sim­ple di­ver­sión.
Costó mucho tiempo y dinero, pero al fi­nal te situaste sobre una pista fiable. Los informes concluy­eron que tres personas po­dían haberte conducido al cen­tro del infier­no: Sacha Fermaz, Harlan Houdin y Coral Somoza. Otros candi­datos no tenían acceso a las consolas especiales ni al equipo ac­cesorio adecuado, y el resto simplemente no estaba a la altura que requería un trabajo de tal magnitud. Cual­qui­era apa­rte de esos tres hubiera fracasado gracias al sistema de­fen­si­vo de Ono­máti­ca.
Te convertiste en un tiburón que acechaba oculto tras listas estadísticas, cubos de información, bases de datos; cualquier espacio susceptible de ser visitado por tu anónimo verdugo. En tu afán por escarmentarlo te sumergiste en una vorág­ine de destrucción, como un huracán que aparece de im­pro­visto y arrasa sin piedad la costa. Quien caía en tu poder no solía volver con bien de la Red. Fue una gran in­versión a­quel pro­grama brasileño experimental. Debía contener varios cir­cui­tos pro­h­ibidos porque nadie quiso probarlo... hasta que lle­gaste tú, convirtiéndote en un experto. Posiblemente ese programa constituyó el desencadenante de tu progresiva pér­dida de cordura.
Los incautos, cegados por el ansia de capturar infor­ma­ción, no apreciaban el peligro que escondía aquella nebulosa gris­ácea de forma helicoidal bajo la que se camuflaba el soft brasileño. Con la inofensiva apariencia de una destructora de datos residuales y obsoletos, la víctima se percataba del peligro demasiado tarde. El virus entraba en acción a través del interface cerebral, impidiendo el retorno con la consola al crear un bloqueo neurológi­co. Pro­ducía la sensación de varios finos tentáculos es­car­ban­do en el cerebro de la víc­tima, bus­cando los centros ner­vio­sos y las sinapsis principales para estimularlos con men­sajes que des­pertasen en el suj­eto sus temores más ocultos, las fobias, aquello que de nin­guna mane­ra podía o quería so­por­tar.
Empezó a extenderse el rumor de que en la Red moraba un devorador de buzos, un programa mutante dispue­sto a destr­uir a los que sobrepasaban ciertos límites, un soft que fagocita­ba a los invitados no deseados. Que var­ios buzos del ciberes­pacio acabaran con el cerebro deshecho y su semblante horri­blemente desencajado dio alas a esa histo­ria, a pesar de que la mayoría de las vícti­mas fueran simples afi­cionados. Tu fama au­men­tó, aunque nadie supi­era quién era el causante de tamaña lo­cura. De to­das for­mas la Red era inmen­sa. Eras un in­signifi­cante byte en un océano de gigamegas. Aun así muchos senti­rían un escalof­río de miedo al conectarse en su consola para su­mer­girse en la Red. Incluso utiliza­ron tus hazañas como cuen­to infan­til para asustar a los niños traviesos.
Encontrar a aquel trío resultaba más complicado de lo que pensabas. Existían miles de sectores donde mover­se, y el hermetismo se convirtió en arma defensiva de los buzos. Nadie confiaba en los demás. Se entraba y salía con múl­tiples y veloces desplazamientos evasivos, activando rutinas defen­si­vas. Si se complicaba descubrirles en su terreno, cambiarías de sistema para encontrar­les.



Por un soplo supiste que Sacha Fermaz estaba trabajando en un encargo de la Ryuchi Co. En la Red se le consideraba un ge­nio, fuera era un hombre como otro cualquiera; con vir­tu­des, unas pocas, y defectos, algunos más. ­Atrapar­lo en la ex­terior ofrecía mejores posibilidades, por lo que orientaste tus planes de venganza en ese sentido.
Sacha era un tipo espigado y de mirada vidriosa, con la piel lechosa al pasar largo tiempo encerrado sin ver la luz solar. Últimamente acudía al Psycotrophik, el local de moda entre los buzos. Contento por la marcha de su trabajo actual alar­deaba ante una corte de aduladores, deseosos de apr­en­der de un maestro. Le mirabas con desprecio, con un odio ate­mpe­rado por el tiempo y que se diluía hasta convertirse en irre­frenable rabia. Pero lo disimulabas: ya llegaría tu hora.
Tu porte altanero y que no formaras parte de la caterva de admiradores que gustaban rendirle pleite­sía, hizo que aca­bara fijándose en ti, sentado en aquella mesa del fondo,­ bo­rroso entre el humo que te envolvía y la escasa iluminación del neón. Un destello fugaz iluminó tu mente. Conectaste el micromodu­lador en el interface para bu­cear mentalmente sin consola y enc­ontrar su informe per­son­al. Ha­llaste lo que bus­cabas: Fermaz era bisex.
Seguiste acudiendo al club, y él, de vez en cuando, te perseguía con una mirada llena de interés. Tras una semana de juego decidiste actuar. Sacha salió solo como cada noche, algo ebrio. Tomó el desvío del parque en vez de seguir por las aceras móviles para llegar antes al condominio en el que re­sidía. Hacía frío. Te calaste el sombrero y enfundaste los sua­ves guantes de piel sintética. Ibas por la acera con­tra­ria, a una distancia prudencial para que el ruido de tus pa­sos en la soledad nocturna no le alertara. Veías como su res­pira­ción entre­cortada formaba nubecillas de vapor en la húme­da noche. Aceleraste tu paso. Los árboles que todavía de­safi­aban la lluvia ácida, parecían espectros ame­nazadores cuyas sombras, retor­cidas por los asimétricos re­flejos luna­res, acechaban cr­uel­mente. Tomaste un estrecho sen­dero para alcan­zarle sin que te viera. Las hojas secas crujían bajo tu paso, ani­mándo­te a apresura­rlo.
El buzo empezó a mirar desconfiadamente a los lados y de­tr­ás suyo, tal vez intuyendo un invisible seguidor o una sim­ple man­ía de alguien inseguro, normal sabiendo que aquel dis­trito no estaba conectado a la vigilancia monitorizada de Seguridad. Podías ver su cara de preocu­p­ación, con un tic en su ojo derecho que le obligaba a abrir­lo y cerrarlo espasmó­dica­mente. Eso despertó tu instinto de depredador: el miedo de la presa era un cat­alizador que incrementaba tu fuerza.
Re­bus­ca­ste en los bolsillos un trozo alar­gado de tela. Lo saca­ste, tensánd­olo con ambas manos, vibrando como si afi­na­ras un delicado instru­mento de cuer­da. Sin pensarlo más atra­v­esaste la dis­tancia que os separaba. No pudi­ste evi­tar una tierna sonrisa cuando Sacha te descubrió, tan fuerte y segu­ro. Abrió la boca, pero fue incapaz de ar­ticular palab­ra. Dio un paso atrás y abrió las manos en un gesto que que­ría ser de sorpresa, o tal vez de súplica.
Seguiste sonriendo. Le enseñaste el pañuelo de seda estampado, atándoselo al cuello. Le pre­guntaste si no lo había perdido en el bar. Sacha se relajó como por ensalmo y rio, un poco excitado. Empezasteis a hab­lar y acabó in­vitándote a su casa.
Durante varios días vivisteis juntos. Cautelosamente le sonsacabas información: sus gustos, sus proyec­tos, detalles de su traba­jo actual, las historias que explicaba a los pazggua­tos del bar. Pero sin forzarle, debía pensar que real­mente le interesabas. Llego el día en que, con un nudo de excita­ción en la garganta, hiciste la pregunta clave, y en su mi­rada des­pre­ocupada intuiste que la respuesta te disgus­taría. El no ha­bía participado en el asalto a Ono­mát­ica, aunque envi­diaba al autor por el porcentaje que seguramente obtuvo.
No sentiste ninguna lástima: soportar a aquel desgraciado había sido en balde y pagaría el tiempo que te hizo per­der. Sonriendo, le acariciaste como sabías que le gus­taba. Al ins­tante os quitasteis la ropa, retozando en su cama cir­cular igual que la primera vez. Apretaste el pañuelo que llev­aba a­nudado al cuello. Te miró con sus lángui­dos ojos, pero tras un largo beso los cerró nuevamente. Lo oprimiste con mayor fuerza. Pataleó y gimió. Eras más for­nido y estabas sentado sobre su espalda, con lo que a los pocos seg­undos dejó de debatir­se.
Quedó como un muñeco de trapo tirado descuidadamente sobre la cama, con una extraña mirada de sorpresa esculpida para siempre en la cara. Durante varios minutos un rubor acalo­ró tu rostro y creíste ser capaz de todo, lleno de energía, mient­ras tu cuerpo se estremecía de un placer salvaje y sen­sual. Diste satifacción a tu sexo, pleno de vida y dispuesto, pero el clímax de la muerte te satisfizo mucho más.
Si no se trataba del pobre Sacha quedaban dos sospechosos que buscar. Más trabajo. Ahora irías por Coral Somoza.



Encontrar a la mujer supuso desplazarte a Ciu­dad Hokkaido en tubo ultrarrápido, un plato de poco gusto considerando tu cerval animadversión por los japos, pero ne­cesario sa­biendo que el contacto mediante holo sería insuficiente en este caso. Todo fuera por una buena causa: la tuya.
Coral no era una indepen­diente. Trabajaba para una compa­ñía especi­ali­zada en lo que eufemísticamente llamaban "recuperaciones". Lo co­rrec­to y exacto sería denominarlo hur­to o cap­tura ilegal de dat­os. Era un ente fantasma, bajo el sopor­te de una gig­antes­ca corporación con base en Luna Bay.
A pesar de tus esfuerzos por contactar con Somoza ninguno consiguió llegar más allá de una hipócrita mirada de sorpresa de los androides-recepcionistas que decía "no sé de quién me habla". Dispuesto a llegar al final vendiste todas tus propi­edades y los bonos del Tesoro. Adiós a una jubilac­ión tran­quila. Para descubrirla pasarías por un cliente. Y por uno de los mejor­es.
Imbuido en la nueva personalidad de potentado que quiere un trabajo especial, conseguiste ser recibido. Pen­sa­ban que eras el represen­tante de una compañía sita en un pa­raíso fis­cal, deseosa de entab­lar acuerdos comerciales con ellos. Si radicaban su domicilio social en aquel te­rrito­rio gozarían de la tapadera legal perfecta para que ninguna au­tori­dad púb­lica adscrita al Tratado de Competencia Leal pudiera det­ener­les, por muy delictivos que fueran sus actos. Cuestión de sobera­nía. Decidieron estudiar tu interesante oferta. Ade­más les comprabas el soft nece­sario para equipar ade­cua­dame­nte tu nego­cio. Algo debías darles a cam­bio.
A medida que menguaba tu cuenta corriente, aumentaba su confianza. Llegó el punto en el que accederían a tus peticio­n­es, por lo que solicitaste a Coral Somo­za como encar­gada del mate­rial que necesi­tab­as. A pesar de sus retic­encias les con­ven­ciste. De algo te sirvió la ex­perien­cia ad­quir­ida en Ono­mát­ica cuando llegaba el mome­nto de disputarse el pre­supu­esto entre sus departamentos.
Era una gran profesional, que impresionaba por su inmensa capaci­dad de trabajo, siempre a la caza de cualquier cosa que pudiera merecer la pena, o al menos parecerlo. Cuando pediste que te dejara su­mergir con ella en la Red como simple espec­tador dudó. No le hacían gracia los mir­ones. Es lógico, los maestros poseen trucos que les permiten seguir siendo los mejores. Insististe en que si fueras un buzo no habrías gas­tado tanto dinero en comprarles soft. Finalmente aceptó. Tal vez empezaras a caer­le bien.
Aquella joven menuda, de cabellos azabache y rostro de campesina azteca, se transformaba en la Red. Allí era una reina, moviéndose grácil como una bailarina en el escenario. Los datos, la información, eran sus vasallos y se rendían ante ella abriéndole sus secretos. Parecía que hubiera nacido allí, que conociera todos los recovecos como la palma de su mano.
Desde el apartamento que habías alquilado para no ser molestados ni descubiertos, se contemplaba la bahía. Los refle­jos del atardecer sobre el inquieto mar te recordaban el des­tello verdeazulado que ella desprendía al navegar por la Red. Tras volver de una incursión con resultado infructuoso, in­tuiste que Co­ral salía al mundo exterior por obligación, como aque­llos seres marinos de la antigüedad que emergían brev­e­men­te para respi­rar aire, pero cuya vida se desarrollaba den­tro del agua.
Llegó el momento de realizar la prueba definitiva: un encargo en el área de Onomática. Finalmente la corporación ha­bía comercializado el SensoMind, y compraba programas com­ple­tos de la tridi para publicidad. Pensaste que si ya había entra­do lo haría de nuevo sigui­endo un camino similar. Entonces tendrías al culpable. Sabiendo que una vez dentro se­ría impa­rable, antes de conectaros a las conso­las le pregu­n­taste si había sido la maestra que dio el golpe del SensoMi­nd. Ella te miró con una media sonrisa y denegó con la cabe­za. Dijo que le gustaría emular al artista que lo hizo, todo un reto.
Cuando entrasteis en la Red un regusto amargo tamizó tu boca, mientras una persistente acidez te abrasaba el estóma­go. Otro fracaso. La viste deslizarse con rapidez, con aque­lla suavidad que tanto admirabas, pero no la seguiste. Al menos te quedaba el consuelo de conocer el culpable. Tampoco fue tiempo perdido el pasado con Coral. Gra­cias a ella con­seguiste aumentar tu destreza en la Red.
Tecleaste para salir afuera. En agradecimiento le darías un final que apreciaría. Desconectaste su consola del inter­face cerebral de for­ma que fuera absolutamente imposible su retorno. Nadie la encontraría allí, pues pensaban que es­ta­bais en tu isla. Se quedaría en la Red para siempre. Bueno, hasta que su cuer­po acabase muriendo.
Seguramente esa sería la muerte que ella habría preferido de haber podido escoger.



Ya sólo quedaba uno: Harlan Houdin. El culpable. Al menos tu esfuerzo y sufrimiento hallarían su recompensa. No era suf­iciente para saldar la deuda que había contraído, pero ser­viría de consuelo. Estudiaste los datos dispo­nib­les acerca de Harlan. De niño padeció un acci­dente que motivó la pérdida de sus piernas. Pasaron va­rios años hasta que con­siguió los ca­ros implantes biónicos, y de aquel­la ép­oca nació un mote que llevaba aun hoy: Har­lan "medio hom­bre". El defec­to físico motivó que se cen­trara en el es­tudio, convirtiéndose en un prí­ncipe de las con­sol­as. Una historia conmo­vedora, tal vez; pero era el causante de tus desgracias y pagaría por ello.
Este buzo pertenecía a la vieja escuela. Trabajaba por libre, cuándo y para quién quería. Normalmente conseguía el producto y luego lo ofrecía a una selecta cartera de clien­tes, que pujaban al mejor postor. Tampoco formaba parte de sus hábitos reunirse con colegas, y su vida social era real­mente pobre. Parecía que la única manera de atraparle sería desde la Red. Una ardua tarea considerando la cate­goría del rival.
Pasaste largo tiempo perfeccionando tu técnica en la Red. Navega­bas entre montañas de datos. Buceabas entre cubos de información protegida intentando atrapar sus secretos. Te sumergías pro­fundamente cuando sentías la presencia de los progra­mas defensivos. Pasaban los días, y a med­ida que adquirías mayor habilidad tu físi­co sufría por la mínima atención que le de­dicabas. No te apar­tabas de la consola Hyunday, comías y dormías cuando te aco­rdabas. Una obsesión martille­aba en tu cabeza: venganza. Ese sen­timien­to te man­tenía atado a la vida, estéril hasta que culminaras tu revancha.
Tus contactos finalmente te desvelaron el escondrijo de Houdin, algo al alcance de unos pocos. Llegaba el momento de desquitarte. Pen­saste qué harías tras matarlo. Sabías que Onomática obtenía un enorme éxito con SensoMind, muy superior al producto de la competencia. Habían recuperado su posición en el mercado. Así lo testimoniaban su incremento de ventas y la cotización al alza de sus acciones. Sin embargo, el camino de vuelta estaba cerrado para ti. No importaba. Cuando hubie­ras acabado ya pensarías en el futuro. De momento sólo cabía en tu mente la revancha.
Tecleaste para entrar en la Red, con la sensación de que la paz estaba cercana. Navegaste con ansiedad hasta llegar a las coordenadas indicadas, descubriendo que el palacete del buzo era una pirámide de hielo magenta, que refulgía rítmica­mente como animada por vida propia. Contaba con una amplia entrada flanqueada por dos columnas de luz dorada. Aquel era un sec­tor casi desierto; demasiado solitario, dema­siado fá­cil. Ava­nza­ste lentamente, esperando que la sorpresa fuera tu aliada y te permitiera actuar con total impunidad. Traspasas­te el umb­ral y una tenue ilu­mi­nación pro­cedente de las pare­des bañó la estancia. Una vez dentro se cerró como un com­par­time­nto estan­co, sellada por el hielo respla­ndenciente de la pir­ámide.
El cazador encerrado, pensaste presa de la excitación. Seguiste adelan­te intentando descubrir que se guardaba allí, y si el último de la lista estaba entre aquellas par­edes pal­pitantes. La decoración era austera y basta comparada con la bel­leza salvaje del exterior. Viste extraños di­bujos de neón como tapices de dudosa cali­dad, retr­atos oníri­cos, y muchos cubos re­ple­tos de megas del mejor soft del mer­cado. A­llí se guardaba una for­tuna en progra­mas. Eso era lo de me­nos para ti. Habías ido a ac­abar un trabajo y lo que no se ciñera a esto carecía de importancia.
De pronto sentiste una muy particular sensación de déjà vu, sin saber qué era. Algo acariciaba la frontera de tu men­te con una especie de zarcillos viscosos. Un grito murió en tu garganta reseca al intuirlo. Era el programa brasi­leño, modi­ficado y más potente, por eso no lo apreciaste an­tes. A­hora entendías el terror que atenazaba a los infeli­ces que caían en tus trampas, y deseaste morir antes que ex­per­imen­tarlo.
Comenzaba con una quemazón en el interior de la cabeza, al principio ligero como el sol de la mañana y abrasador como un incendio purificador al final. Inmóvil, querías huir y chillar, pero no podías. Intentabas moverte y el cuerpo rehu­saba tus ordenes. Sentías el sudor que cubría tu cara como una húmeda caricia. Lo peor no había llegado todavía.
Progresivamente fueron asaltándote recuerdos mezclados, confusos al principio, pero con un denominador com­ún: revi­vían experiencias que, por el motivo que fue­ra, no que­rrías recordar de ninguna manera. Aquella vez que con cin­co años te perdiste un fin de semana en Colonia Marte, las pa­liz­as que te pegaba Sarabia a la salida del colegio, cuando papá murió y mamá te abandonó con los abuelos, el fra­caso de... Los recuerdos seguían batiendo sin cesar las cos­tas de tu mente, castigándolas como una tempestad brutal e inmiseri­cor­de. Es­tabas llegando al límite y apenas resis­ti­rías más.
Cre­ías que tu cab­eza estallaría como un globo hi­ncha­do al máximo cua­ndo aca­bó. Tan bruscamente como com­en­zaron, las pesadillas des­aparecieron y volviste a la nor­ma­li­dad, si es que puede llam­arse así al hecho de haber per­dido completa­men­te la razón. Afortunadamente para ti, te des­mayas­te y eso permitió que paulatinamente el dolor dis­minu­yera y se disol­viera como azú­car en agua.
Caíste en una trampa. Harlan sabía de la muerte o desaparición de los otros dos buzos, pues ambos gozaban de un gran nom­bre dentro de la profesión, averiguando que alguien había indagado muy intensamente sobre ellos tres. Lógica­mente sos­pechó que sería el siguiente de la lista. Tras descu­brirte no le costó mucho que tus contactos, sus contactos, te dieran la infor­mación de su refugio secreto.
Cegado por el instinto de predador obviaste que la presa pudiera esperar, y preparar, tu llegada. Te perdió el exceso de confianza. La limitación física de aquel no presu­ponía también una mental. Pero por suerte para tí, no to­dos llevan la ven­ganza a tus límites.



Esta es la historia de Cárdenas Mulegé, tu historia. Corresponde a la parte de la memoria que te bloquearon quirúrgicamente. ¿Que cómo sabes que es cierta? Mira la cinta, es de SensoMind. Vaya ironía, ¿verdad? Recordaras, o si no te será muy fácil verificarlo, que el SensoMind reprodu­ce las ondas cerebrales y los recuerdos tal como son, sin posib­ili­dad de modificar nada. Me he limitado a bucear en tu pasado, ig­ual que haría en la Red, para que conocieras lo principal. Sólo te cabe echarme en cara que no te guste mi forma de na­rrar tu vida.
Espero que tampoco te importe la operación que ha rea­li­zado el neurocirujano para implantarte un microchip que eli­mi­ne de raíz tus instintos asesinos. No podrás ma­tar jamás. Ya ha sufrido demasiada gente, incluido tú. Tal vez al prin­cipio sientas nauseas y algún dolor de cabeza; toma en­tonces las pastillas rojas que encontrarás sobre la mesa.
Cuando veas esta cinta querrá decir que estás recu­perado. Espero que sea pronto. No te preocupes por los de Seguridad: nadie sabrá nunca de tus crímenes... al menos por mí. ¿Que por qué no te maté? Tal vez entienda por lo que has pas­ado. A lo mejor me pillaste con los biorritmos bajos o incluso pien­se que eres un tipo valioso, y podríamos for­mar una buena pa­reja. Con mi cerebro y tu deliciosa falta de es­crúpulos quién sabe dónde podríamos llegar. El "medio hom­bre" ten­dría en ti un complemento perfecto. A los dos nos fal­ta parte de nues­tra entidad física, pero no inteligencia.
Además, por si todavía te interesa, tampoco yo intervine en el robo a Onomática. No fue fácil averiguar­lo, pero he atado los cabos sueltos de este caso. Sin duda con­oces los proble­mas de liquidez que padecía la corpo­ración, amenaz­ando con para­li­zar el proyecto Sen­soMi­nd, pre­cisamente la solución a los mismos. Ante tan gra­ve proble­má­tica el Pre­si­dente deci­dió el "robo", cobrando un seguro as­tronómico. Una jugada geni­al, pues a través de una socie­dad fantasma vendió un mate­rial defectuoso a una com­peti­dora que creía asestar un duro golpe a Ono­mática, con­si­guiendo más ingresos para lanzar el ver­dadero SensoMind. Tú podías desenmascarar­les y al hundirte e­limina­ron esa posibi­lidad, sirvié­ndoles así­mis­mo como chivo expiat­orio.
Creo que Onomática se merece una buena lección. ¿Tú no? Supongo que la compañía de seguros estafada, la corpora­ción engañada que ve como cada día el SensoMind gana cuotas de mercado a su producto bastardo, incluso los numerosos defen­sores del Tratado de Competencia Leal agradecerían cono­cer la verdad. Seguro que ellos compartirán nuestra opinión y se encargarán de escarmentarlos. Y podría ser el in­icio de una fru­ctífera colaboración.
Si estas interesado llámame al número que aparece impreso en la cinta.


Harlan Houdin

2 opinantes:

Replicant dijo...

Un altre capítol del fútur llibre?;)

Anónimo dijo...

No ben bé. La novel·la està ambientada a Barcelona ;-)