Corazones de obsidiana

Una pátina de sudor cubría mi cuerpo como una manta ceremonial, defendiéndome del calor. Después de dos lunas buscando el equilibrio para trascender hasta el Primer Espíritu, mi piel quemada parecía cuero. Ya no se quejaba, apenas aliviada por la mínima brisa que conseguía acceder a lo alto del solitario acantilado. De repente, sentí la llegada del Poder.
Extendí los brazos en cruz. Sentado en cuclillas en el borde del cerro, supe que la armonía me invadía; tan completamente, que la estructura de mi mente se tornaba maleable en manos del Alfarero del Universo. La transformación duró un segundo y el dolor me atravesó, peor que docenas de hojas de obsidiana tajando los cortes sagrados en mi corteza humana.
Era diminuto, liviano, pero en mi interior hervía la energía de cien soles. Abrí los ojos. Sólo divisaba una interminable llanura, parduzca y reseca, moteada con ocasionales manchones verdosos. Agité las alas y me lancé al vacío, flotando, remontando las cálidas corrientes. Los misterios se desvelaban. Las respuestas brotaban antes de sembrar las preguntas. Entonces entendí...
Sin la menor transición me encontré en la habitación del hotel, sumido en la penumbra. La alarma temporal que dispuse al acceder al programa lo había desconectado. Comprobé en el reloj de la mesilla que, efectivamente, restaban quince minutos para la cita. Extraje el disco de "Chamán" de mi interface craneal y lo devolví a su estuche de metacrilato. Las horas que había consumido en éstasis no superaban los treinta minutos en tiempo real.
Confiaba en que agradaría a Francisco. Siempre le habían entusiasmado las viejas tradiciones, al contrario que a mí. En los últimos meses alguien estaba introduciendo software modificado en Puerto Escondido, y me molestaría que mi primo sufriera un derrame cerebral o cualquier problema por culpa de un regalo mío. Los investigadores habían descubierto arquitecturas coreanas en varios circuitos, pero sin pruebas más concluyentes nadie se atrevería a desatar una guerra comercial. Lo importante era que el programa comprado en el duty free no parecía saboteado.
Mientras me ajustaba la corbata, me asomé al balcón. A mi derecha los fieles comenzaban a salir de la catedral, intentando superar los escasos metros que les separaban del Zócalo, repleto de gente. Una explosión me sobresaltó. La siguieron varias de mayor intensidad, fundiéndose su fulgor multicolor con las primeras estrellas vespertinas. Los fuegos artificiales señalaban el inicio del Día de la Patria. Tres años después de la Victoria, refrendada en los Nuevos Tratados de Guadalupe y La Mesilla, el pueblo la festejaba con el mismo fervor que cuando los gringos firmaron la rendición.
Mi uniforme de teniente abría estrechos senderos en la multitud, orgullosa de sus veteranos, máxime si lucían alguna condecoración como yo. Por fin alcancé los soportales del ayuntamiento, donde una guardia de honor custodiaba una muestra de banderas y enseñas capturadas al enemigo. No veía a mi primo. Aquel ambiente me sofocaba, moviéndome a impulsos del gentío, como un guijarro arrastrado por las olas.
Le descubrí apoyado en una de las columnas, tan serio como de costumbre. Seguro que sin mucho esfuerzo ya habría adquirido su primera úlcera. Grité su nombre. Durante un instante dudó, pero al reconocerme se me lanzó al cuello.
- ¡Qué alegría, Rubén! -me miró apreciativamente-. Todo este tiempo pensando qué sería de ti y vuelves hecho un héroe.
- Sólo eché una mano en los Libres de Chihuahua, no exageres.
Había sido un hermano mayor para Francisco, su apoyo durante la infancia y la difícil transición de la adolescencia. Marché de casa con la aureola de líder y diría que aún conservaba cierto ascendiente, acrecentada por el regreso triunfal.
- Ya me explicarás cómo te concedieron la Estrella de Juárez.
- Seguro. Ahora busquemos unas cubas para celebrarlo.
Las terrazas que bordeaban la zona de las calles Magón y Bustamente con el Zócalo aparecían repletas de turistas, mayoritariamente japoneses y en menor medida europeos, que no perdían detalle del jolgorio popular. Encontramos un hueco en el interior de un bar, decorado como los ranchos que jalonaban el camino a Tlacolula. El dueño se acercó a nosotros, gustoso de convidar a una botella de "Oro de Oaxaca" a un valiente local. Su hijo había muerto en el cerco de Houston, nos confesó, y así intentaba honrar la memoria del caído.
Conocía historias similares y sabía que musitar palabras de consuelo de nada serviría. Le invité a beber con nosotros. Mi abuelo decía que el mezcal adormece las penas. El preferiría ese método a los implantes actuales, no me cabía la menor duda. Yo no estaba tan chapado a la antigua.
Sin darnos cuenta, abrimos la segunda botella, con su gusano rojo buceando en el fondo, molesto ante la interrupción de su rutina. Mis relatos de combate les mantenían fascinados. Todavía no conocía a nadie al que aburrieran las historias de la Reconquista, como ahora calificaban la guerra en todos los libros de Historia. Hice un alto, cansado de evocar sucesos que sería preferible ir enterrando en la memoria colectiva.
- ¿Piensas quedarte o es un simple alto en el camino?
- El descanso del guerrero -reí. Más serio, proseguí-. Quiero aprovechar la última oportunidad de contemplar los restos de nuestros antepasados.
Me miraron, expectantes. No captaban mis insinuaciones.
- Sabéis lo que ocurre en el resto del país: en Teotihuacán, Palenque, Chichen Itzá... Veis los noticiarios, ¿verdad?
- Y eso en qué nos afecta -Cifuentes, el propietario, lo intuía, pero se empecinaba en enmascarar los hechos. Alguien le gritó desde la barra y ordenó que no le molestaran.
- En nada y en todo. La guerra ha dejado una deuda astronómica y ya nos han avisado que no nos condonarán ni un yen. Todo la nación debe pagar su cuota y no vamos a ser la excepción.
Francisco se removió, derramando la bebida de su vasito.
La noticia era especialmente dura para un tradicionalista como él. Se opondría, gritaría, pero a menos que hubiera cambiado mucho era un machetero. Mucha teoría y poca práctica.
- El gobernador no ha anunciado nada, y el pueblo se negará.
- Lo mantiene en secreto por temor a los disturbios y obedecerá a Ribera. ¿Quién se enfrentaría al victorioso presidente? Haced como yo. Visitad Monte Albán antes que los japoneses lo desmantelen y se lleven nuestra historia a su casa.
El dueño se levantó, cuchicheando con los parroquianos de otras mesas y girándose hacia mí de tanto en tanto. Francisco se excusó. No estaba acostumbrado a la bebida. Mientras agotaba la botella en busca del gusanito, aposté que la mala nueva no tardaría más de dos días en conocerse en la ciudad. En una localidad provinciana y anclada en el pasado como ésta, funcionaría mejor el boca a boca que lanzar una noticia, por espectacular que fuera, en la limitada OaxRed.


El Phantom de don Pepe roncaba asmático y se arrastraba lentamente, como un lagartija saboreando el sol. Recordaba el coche siendo estudiante de prepa; entonces rondaría las dos décadas. Tan viejo y bien cuidado como su conductor, que lo manejaba sin sobrepasar los cuarenta por hora. Eso ponía mis nervios a prueba. El salpicadero era un altar en miniatura, repleto de estampas religiosas y figuritas de santos de plástico. Los turistas preferían el servicio de cópteros que los hoteles facilitaban para las excursiones a Monte Albán y Mitla. La vista aérea añadía atractivo a los lugares arqueológicos, pero yo tenía ganas de disfrutar los detalles del paisaje, paladear los olores mezclados en el cálido viento. Además, don Pepe conocía a media Oaxaca y necesitaba ponerme al día.
La carretera que serpenteaba hasta Monte Albán continuaba estando sin asfaltar y con trampas en forma de socavones. Acostumbrado al lujo y el fasto neotech del complejo turístico de Puerto Escondido, me sorprendió que en mi patria chica, a menos de trescientos kilómetros, se empeñasen en despreciar las mejoras más evidentes. Don Pepe aparcó a la sombra de un laurel de la India y varios ociosos ancianos le saludaron, interesándose por sus respectivas familias.
Nos encaminamos hacia las moles de piedra. En el interior del Juego de Pelota, una pareja de jóvenes orientales grababa sus arrumacos mediante una cámara fija. En cuanto les descubriera el guarda montaría un escándalo. Don Pepe se detuvo en la primera escalinata, donde solía iniciar sus habituales explicaciones de guía. Sacó una bolsita de la descolorida chamarra.
- Muchacho, si quieres patear como una cabra te espero aquí. ¿Gustas de una tortita? A mi mujer le quedan deliciosas. Ya sabes, los viejos tenemos que reponer fuerzas.
Le dejé sentado en los escalones, desigual combinación olmeca, zapoteca y mixteca. Jadeante, alcancé la cima de la plataforma. El valle era un conjunto uniforme de casitas blancas y un puzle asimétrico de parcelas, cuyo espectro variaba del verde continental hasta el pardo del altiplano. Una novedad rompía el esquema de mis recuerdos: las mastodónticas estructuras de las fábricas de nuevo cuño, semejantes a fortalezas y que tomaban el relevo de las ruinas zapotecas. Distinguí los emblemas de las poderosas Initsu y Aztech. Concentré mi atención en el sitio arqueológico, una extensión polvorienta y amarronada, guardiana del espíritu primigenio de Oaxaca. Mis prismáticos encontraron lo que buscaba en un extremo de la Gran Plaza. Tres japoneses en torno a un goniómetro y otros aparatos de medición. Convencí a mi viejo amigo y atravesamos la llanura agostada por el sol. A una decena de metros de los extranjeros, un par de hombres, saliendo de las sombras, nos cerraron el paso. Serían sus escoltas.
- Tranquilos, muchachos. Este señor es de confianza, respondo de él. Oficial, así que cuidado -agregó con una apergaminada sonrisa-. Carlitos, saluda a tu mamá de mi parte.
Juraría que el aludido se ruborizó mientras se retiraba, aunque el sol coloreaba sus mejillas. Sospeché que el tiempo que pasé fuera, don Pepe lo había aprovechado para conocer a la otra mitad de la ciudad. No me equivoqué al contratar sus servicios. De todas formas, la pareja de vigilantes no nos quitaba ojo de encima.
Confirmé que el traductor japonés permanecía en off y lo conecté. Carraspeé y el oriental que no escrutaba a través de ningún aparato se volvió.
- Buenos días, caballeros. Me han enviado por si pudiera serles de ayuda en su misión. Soy Rubén Tamayo, profesor del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.
- ¿Cómo está usted? Me llamo Tifume -me tendió la mano-. No nos constaba su llegada, señor Tamayo.
- Fue una decisión repentina. Ante el cariz que toman los acontecimientos, creyeron que les iría bien un especialista local. Las labores deberían finalizarse cuanto antes.
- Tal vez tenga razón. Estamos concluyendo el cartografiado y la grabación del lugar. Sólo resta elegir qué trasladaremos.
Me explicaron el resultado de su trabajo. Con un casco, similar al de un piloto, contemplé la imagen tridimensional y cuadriculada del recinto; reproducía con gran fidelidad todo su contenido. En la parte superior izquierda brillaban las coordenadas y en la derecha un menú de opciones. Solicité la localización del Observatorio y activé "Reconstrucción". Se materializó el aspecto que tendría en su momento de máximo apogeo, hacía de eso muchos siglos. Impresionante.
Eran diseñadores de psiocio, a las órdenes de la Initsu, poseedora de la franquicia explotadora de Monte Albán. Preparaban un programa que permitiría revivir, a lo largo de dos mil quinientos años, los avatares de las culturas sitas aquí, ya fuera como príncipe, sacerdote o guerrero. Ahora faltaba decidir los monumentos que enviarían a la isla vacacional que su gobierno construía en Kansai, junto a la bahía de Osaka.
- Posiblemente lo que mejor se complementaría con las elecciones de los restantes expertos sería el Edificio de los Danzantes -indicó Maishi, señalando a su espalda; su cara apenas se veía, escondida bajo un enorme sombrero.
- Junto con varias de las Tumbas. El estudio de la trascendencia y la actitud ante la muerte y el más allá gozan de una creciente popularidad en nuestra patria -añadió Mifune.
Sacaron varios botellines de agua de una nevera portátil. Ocultos bajo una sombrilla, discutían el inicio de las obras.
- Permítanme una sugerencia -sus miradas traslucían que había acertado al emplear el programa de japonés ejecutivo-. ¿Por qué siempre han optado por las civilizaciones precolombinas? ¿No se han planteado que otros monumentos podrían conseguir igual o mejor aceptación? Porque su objetivo es que la concesión de Initsu obtenga los mayores elogios en Kansai, ¿sí?
Titubearon un instante. Dejé que la duda fertilizara.
- No existe ninguna prohibición al respecto. La costumbre...
- Entonces ¿por qué no una iglesia, por ejemplo? No la catedral, claro, pero si algo le sobra a este país son iglesias. ¿Conocen Santo Domingo? -el trío asintió-. Convendrán en valorar su majestuosa belleza... y pensar que sirvió de establo del ejército. Eso aumentaría su leyenda entre los visitantes.
El taciturno del grupo desenterró una consola de un arcón, y se resguardó tras unas losas. Los guardias, impulsados por ese gesto, se abrieron, ampliando así el campo de exclusión en torno a sus protegidos en casi cincuenta metros. Varios turistas norteuropeos protestaron, sin el menor resultado.
El japonés estaría operando en su portátil, imaginé. En nuestro estado seguía siendo delito conectarse en público, de ahí la reacción de los soldados de paisano. El Frente Guadalupano contaba con muchas simpatías en la ciudad y el gobierno no quería problemas entre el capital nipón y la ultraderecha religiosa. Don Pepe permanecía impasible, ésas fueron mis órdenes, pero en sus arrugadas muecas leía el disgusto por lo que estaba viendo. Lamentaba defraudarle, pero eso no me detendría.
El desconfiado salió del improvisado escondite. Una media sonrisa mejoraba levemente su cara de paniaguado.
- Bien, profesor Tamayo, su idea resulta muy interesante. ¿Podemos considerar que la avala su gobierno?
- Extraoficialmente goza de nuestra simpatía. Lo importante es solucionar los flecos económicos que nos separan. Eso sí, comprenderá que de forma pública... -me encogí de hombros.
- De acuerdo. Plantearemos esa posibilidad a nuestro director local. Si la aprueba, empezaremos de inmediato.
Se quedaron entusiasmados ante aquella alternativa. Para ellos significaba mucho destacarse sobre los equipos de las restantes corporaciones con franquicias culturales. Don Pepe, cerca de la salida, no pudo contenerse más y explotó.
- Así que profesor en el DF. En la universidad no os enseñan sentido común, si no sabrías lo que pasará si te hacen caso. - Seré académico hasta pasado mañana, cuando se borre cierto fichero en la base de datos de la UNAM -el anciano guía cabeceó refunfuñando, sin comprender-. No se preocupe. En Puerto Escondido diríamos que he lanzado el cebo. Y lo han mordido.


Las patrullas militares recorrían las calles, apaciguando o reprimiendo los ocasionales focos de revuelta. En las paredes, destacaban recientes pintadas. Dado que un bando del alcalde prohibía los insultos a súbditos japoneses, la imaginación popular había encontrado una manera de burlarlo. "FUERA LIMONES" o "HAZ PATRIA: MATA AMARILLOS" eran las más repetidas. La ira del pueblo, que incluso arrastraba a los agnósticos, había impedido los planes relativos a la emblemática iglesia de Santo Domingo. Los nipones, aislados en su mundo particular, se equivocaron al desconocer y desdeñar las tradiciones locales. No eran tan listos como se creían.
Vestía el uniforme, no sólo para evitar problemas de control sino también buscando impresionar a quienes me esperaban en la Fonda del Rey, detrás del Mercado. Francisco había concertado un encuentro con varios descontentos "dispuestos a pasar a la acción", según sus palabras. De no convencerles, mi misión se vería en serias dificultades. Dos enormes ruedas de carro decoraban la entrada del mesón. A su lado, un grupo de lugareños se apretujaba en un local de holosex, protegido por un voluminoso guardia privado. Una diversión desfasada en Puerto Escondido y aquí parecía ser el espectáculo en boga.
Mi primo se levantó al advertir mi llegada y procedió a presentarme a los comensales, algunos conocidos. La típica comida de amigos convertida en una conspiración de aficionados. Aquello tenía un algo de ridículo, pero reconduciéndolo me sería muy provechoso. Centré claramente la situación, pues de lo contrario se perderían en disquisiciones sin objeto.
- De nada sirve lamentar la perdida de parte de nuestro patrimonio histórico. Estaremos de acuerdo en que dicha medida del gobierno afecta a todos los estados por igual y...
- Obliguemos a los gringos al pago de compensaciones de guerra. Yo estaba en Los Angeles cuando estalló la rebelión...
- Toni, seamos serios. Sus arcas están aún más vacías que las nuestras. Ahora se trata de pagar, como sea, el préstamo que nos hicieron los japoneses para ganar la contienda. Y como apenas nos queda dinero debemos hacerlo en especie y mediante abusivos convenios comerciales. Lo demás son cuentos.
Callaron, asumiendo mi razonamiento. De fondo sonaba música popular, enmudeciendo el rumor de las conversaciones vecinas. Se imponía apostar fuerte para vencer sus reticencias.
- Nos jugamos el futuro. Me disgusta pensar que nos libramos de la asfixiante presión de la Confederación Norteamericana para caer bajo el control de las corporaciones orientales -les miré fijamente-. Tanta sangre mexicana no puede haberse derramado en vano. No pretendíamos eliminar al principal competidor de los amarillos, sino recuperar nuestros derechos.
- Disculpe, teniente Tamayo -dijo con retintín el arquitecto López, la primera vez que hablaba-. Le agradecería que nos aclarara cómo no figura en la Caja de Personal Militar.
Me estudiaba expectante, al igual que el resto de la mesa, sorprendida ante esa revelación. No anticipé que nadie se molestara en confirmar mi identidad. Era primo de Francisco, su amigo, y varios me conocían. Me mantuve imperturbable.
- Comprenderán lo absurdo de proclamar a los cuatro vientos la adscripción de nadie a los... -susurré- servicios de inteligencia nacionales. ¿Creen que la Estrella de Juárez se puede comprar en los mercadillos o la regalan con los cereales?
La máxima medalla al valor lucía en mi pechera como un talismán que les hipnotizaba. Era una suerte de salvaconducto invencible. Lancé la servilleta a la mesa y me levanté.
- Si dudan de mi persona mi presencia aquí carece de sentido. Buenos días, señores.
Un coro de voces se enmarañó, protestando y disculpándose. Francisco me agarró del brazo, empujándome a mi asiento. Una vez se calmaron los ánimos, continué, seguro de mí mismo.
- Quejarse es inútil. Las manifestaciones no arreglaran nada. Sacar en procesión la Cruz de Huatulco como pretende el Frente Guadalupano suena a ridículo -varias sonrisas asomaron en la mesa-. Los milagros no nos ayudarán. Un buen plan, sí lo hará.
- Pues será casi milagroso que un sencillo plan consiga más que la oposición de un pueblo entero -sentenció Eleuterio Sánchez, miembro del emergente sindicato local-. Digo yo.
Los camareros despejaban la vajilla usada y traían los postres, tazones de chocolate molido; la mayoría eligió el coloradito, aunque yo opté por el almendrado. Callamos, a la espera de quedarnos solos. Aproveché para descubrir que la receta del cocinero en poco se asemejaba a la de mi madre.
- ¿Estaría dispuesto a realizar una huelga en Initsu? -me miró algo incomodo-. Eso les permitiría denunciar el tratado
comercial preferente y traerían maquinaria que les sustituiría. Las exenciones fiscales por mano de obra humana no son tan sustanciosas, pero tienen un punto débil, como todos.
- Según lo expuesto, todo está a su favor -sentenció Eduardo.
- Imaginen que el producto final presente deficiencias. Inapreciables a simple vista, pero que en un momento determinado puedan causar perjuicios a sus compradores. Nada que afectase a la maquinaria doméstica, claro. Pero, ¿qué sucedería en una operación delicada, digamos de ensamblaje en órbita, de fallar un algoritmo, de producirse un error en el quinto decimal? -hice una torre de vasos y los derribé con un dedo.
- Los posibles clientes perderían confianza en su suministrador de tecnología. Y se mueven millones en ese campo -contestó López-. Anulaciones de pedidos, incluso los del gobierno.
- Muy sutil -concedió Eduardo-. Sin embargo, no me parece tan fácil de llevar a la práctica. Initsu vigila su calidad.
Saqué varios cigarrillos de opio, pero sólo aceptó el arquitecto. Tal vez no hubiera sido buena idea, pero ya estaba hecho. Me costaba adaptarme a su conservadurismo vital.
- Aquí entra nuestro compadre Eleuterio y también Toni, empleados de Initsu. Al contrataros os hicieron un implante para adaptaros un módulo técnico, necesario en vuestro trabajo en las cadenas de montaje -ambos asintieron, no muy contentos. Los mantenían ocultos por temor a las posibles iras de los antitecnológicos-. Introduciremos una mínima modificación en algunos programas, de forma que podáis realizar a satisfacción la elaboración de los nuevos...
- No me gusta -protestó Toni-. ¿Qué sucedería con nosotros en caso de averiguarse la verdad?
- Utilizaréis nuestro soft dos o tres días. Eso será bastante. Las pruebas de control son más relajadas que en Japón. Aquí los reglamentos se suavizan un tanto... sobre todo considerando que los aplicáis vosotros. Además, difícilmente se descubriría nada en una inspección rutinaria. ¿Estáis de acuerdo en que resulta la mejor opción?
Parlamentaron entre ellos. Sabían que la idea podía funcionar. La mayoría no intuía todas las implicaciones; les bastaba la presunción de que serviría para vencer la disputa.
- Me parece bien -me apoyó Francisco-. Una última cuestión, ¿nos aseguras que nadie saldrá dañado a causa del sabotaje?
- Por supuesto. Una compañía leal filtrará la noticia del error. Eso será más que suficiente, con el añadido que vuestra pericia -les sonreí- servirá para solucionar esos problemas de producción. Vuestras demandas entonces saldrán reforzadas.
Uno a uno dieron el visto bueno a mi proyecto. Se imaginaban como héroes, asestando un golpe mortal a la soberbia nipona. Toni se comprometió a entregarme un módulo al día siguiente. Tras despedirnos hice una llamada desde mi portátil. El proceso estaba en marcha. Caminé con amplias zancadas hasta el hotel. Era casi la hora de conectarme, vía satélite, con mis jefes. Les gustaría lo que iba a transmitirles.


La plazoleta bullía, repleta de tenderetes, asediada por una nube de turistas. Abundaba la artesanía popular en barro negro; los sarapes que solían utilizar los indios, al menos quienes así se definían, y mantas de complicados dibujos geométricos; alebrijes de exuberantes colores y de extrañas formas; incluso algunos puestos exponían cintas y discos varios de segunda mano, la mayoría hacia tiempo que estaban descatalogados en Puerto Escondido.
Al fondo, una gringa cuarentona enseñaba a leer a un grupito de niños indígenas. Todavía no se había marchado. Vino a disfrutar unas vacaciones de joven y se quedó a ejercer una labor social, muy apreciada por todos. Seguro que no se encontraría otro gringo en cientos de kilómetros a la redonda. Detrás de ella, junto a un parterre de tulipanes y buganvillas distinguí a mi contacto. No pude evitar preguntarme qué demonios les pasó por la cabeza de mis patrones al enviarle. Barrunté que repudiaban la más elemental geografía política, mexicana cuando menos.
Se presentó como Indene Lenoir, del Cantón Haitiano de Florida, un paraíso fiscal que solía servirnos de tapadera. Aunque en la guerra nuestro gobierno pactó con los Estados Afroamericanos del Sur, en el Gran México profundo se seguía rechazando a los negros. Sería cuestión de despachar rápido. Apostaría que cualquier patrulla que nos viera le solicitaría la documentación, y no deseaba llamar la atención.
Me lanzó una figurilla que representaba una calavera con un buho en lo alto del cráneo.
- Bonito regalo. Su... ¿cerebro?, sí, te encantará -chapurreaba el español con cerrado acento creole; que hiciera el esfuerzo, prescindiendo de un programa traductor, supuso que mi respeto por él subiera varios enteros-. Aquí tienes les programmes que esperabas -me entregó una caja similar a una de estilográficas que me regalaron en mi primera comunión.
- ¿No habéis conseguido modificar el que os proporcioné?
- ¿En dos días? Pas possible. Los japoneses muy hábiles. Trabajo muy dificile -Indene sudaba, no sé si acalorado o debido a su lucha con el idioma-. Mais no hay mal que de bien no venga, que vosotros decís.
Empezamos a pasear, contemplando las mercancías de los ambulantes. Algunos viandantes miraban con descaro a Indene, sospechando si no sería un gringo. Confiaba en que nadie se atreviera a iniciar un escándalo, aunque no estaba seguro.
- Seulement usar ces programmes. Si Initsu revisa investigando... el motivo del fallo, alors no lo encontrarán... jamais.
- Entiendo. Cuando inicien el trabajo que cambien los módulos de Initsu por los nuestros. Antes de finalizar la jornada regresan el original al interface -me reí-. Seguro que analizan el soft fuera del horario laboral, no querrán incumplir sus cuotas de producción, y así no descubrirán ninguna anomalía. Achacarán los problemas a otra fase del proceso productivo. ¡Les volveremos locos! -ambos reímos, divertidos.
- Très bien, amigo. En el estuche encontrarás vos ordres.
Subió por Alcalá. Posiblemente tomaría la Panamericana hasta alguna pista de tierra, donde le esperaría un jet. Eso si el operativo habitual no había variado. Ya no era mi problema. En cambio sí lo suponía distribuir el material. Llamé a Francisco, y le convencí de encontrarnos en diez minutos. La tranquilidad dominaba las calles, sólo rota por el bullicio de grupitos de estudiantes. Los ánimos se habían enfriado, aguardando todos el siguiente movimiento del contrario.
A la altura de la iglesia de la Virgen de la Soledad, los fieles salían del servicio religioso. Muchos, de cerrado negro y apostura severa, delataban su pertenencia al Frente Guadalupano, la nueva inquisición, los neoluditas. Recoloqué la visera de mi gorra hacia atrás, impidiendo que fuera visible el menor resquicio de mi hardware cerebral. No había llegado tan lejos para perderlo todo en un despiste infantil.
Mi primo esperaba sentado en una terraza contigua a su despacho. Daba cuenta de una selección de botanas y con la boca llena me invitó a imitar su ejemplo. Deslicé la cajita hasta su plato y la recogió, preguntando con la mirada.
- Son los módulos que utilizarán nuestros compadres en la Initsu -tragó de golpe-. Entrégaselos esta misma tarde.
Le expliqué cómo debían actuar. Le recalqué la necesidad de que me enviara, a un casilla postal de Puerto Escondido, el número de serie de los circuitos y chips modificados, así como el nombre de los compradores. Quedamos que en una semana recibiría noticias suyas.
- Eso significa que te marchas -aseveró, un poco molesto.
- No me conviene permanecer aquí más tiempo. Además, la operación debe coordinarse de otra forma a partir de ahora -le tironeé de las mejillas, como hacíamos de niños-. Pero volveré y celebraremos nuestro triunfo.
- Ni siquiera has venido a casa a conocer a mi mujer y los chicos...
- A mi regreso habrá tiempo, ¿sí? Sé que no me defraudarás.
Nos despedimos con un abrazo. De camino al hotel sentí una gran paz interior. Había empujado a unos y a otros, y todo apuntaba a que caerían en la postura adecuada. Cuando se levantaran, preocupados en lamerse las heridas, se preguntarían cómo había sucedido. Entonces estaría muy lejos, disfrutando del premio que merecía mi éxito.
Ya no sería un héroe para Francisco. Le iría bien una dosis concentrada de realismo, sobre todo si aspiraba a llegar a algo importante en la vida. En cuanto recibiera la información que le pedí, ciertas compañías instrumentales comprarían la tecnología saboteada. Anunciarían sin recato las deficiencias del material de Initsu, incluso podría plantearse como un intento de estafa o una guerra comercial encubierta.
Como intuyó el arquitecto López, los pedidos descenderían en picado. El Presidente Ribera se enfrentaría a una grave disyuntiva. Cancelar las compras gubernamentales, posiblemente renegociar los protocolos comerciales con Japón, o cerrar los ojos y aceptar las taras para evitar disputas sobre la deuda. Entonces entrarían en acción mis patrones, un pool de corporaciones alemanas. Ofrecerían material puntero y a mejor precio que los nipones, rompiendo su monopolio artificial.
El enfrentamiento comercial estaba servido y su desenlace era incierto. Tampoco me preocupaba su final; había cumplido mis objetivos y en breve varias cuentas puente transmitirían un apreciable caudal de fondos a mis bolsillos. Bolsillos figurados, claro. Depósitos en diversos sectores económicos de la EuroNet, en realidad. Me había ganado un buen premio.
Casi sin darme cuenta llegué al hotel. No guardé el falso uniforme en la maleta. Lo lancé a la destructora de basuras, incluida la estrella de Juárez, moldeada por un joyero del Nuevo Damm, en Amsterdam. No iba a dejar ninguna pista. Todavía quedaban cuatro horas hasta que saliera el reactor que me conduciría a la Satrapía de Cuba. Gozaría de unas merecidas vacaciones en el país donde todo estaba permitido.
Saqué mi consola, sentado sobre la cama. Aprovecharía la espera conectándome a mi fracción particular de la red. Siempre es agradable regresar a casa tras un duro trabajo.

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